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Héctor Recalde presentará  en los próximos días un proyecto de ley para que sea “materia obligatoria en el Convenio Colectivo de Trabajo un reglamento de cómo incluir la participación de los trabajadores en las ganancias de las empresas” (Centro de Estudios Laborales).

La participación en las ganancias de la empresa capitalista significa que una parte del salario pasa a depender del lucro de corto plazo de los patrones. Las necesidades del obrero como patrón del salario quedan desplazadas por la mayor o menor fortuna del capitalista. Para obtener un salario mayor, el obrero deberá aumentar su esfuerzo y gasto de energía para que el nivel del beneficio capitalista, del que pasa a depender el salario, crezca. En forma disimulada, se pasa a condicionar el salario a la ‘productividad’, sin siquiera la necesidad de capataces o supervisores. Bien mirado, se trata de la aplicación a rajatabla del mercado -el mismo que los K dicen que hay que domar y subordinar. Sin embargo, cualquiera sea el mejor empeño del trabajador, el resultado no depende de él, porque una sobreproducción desvalorizaría el trabajo contenido en el producto. La diferenciación de los salarios alcanzaría niveles extremos, porque dependería de los resultados desiguales de cada empresa.

Pero en la economía real, el capitalista no declara sus ganancias, las disimula en sus libros – no solamente para evadir impuestos, sino para engañar al fisco e incluso a los accionistas minoritarios, de modo de poder pagarles dividendos más bajos. Para que la participación en los beneficios fuese genuina, los trabajadores deberían tener acceso a los libros y controlar la producción –pero no es esto lo que propone Recalde, que sabe bien que es intolerable para el capitalismo. Aun en este caso remoto, la participación en las ganancias agudizaría la competencia entre los obreros de las diferentes empresas, porque el éxito dependería de la posibilidad de desplazar al rival del mercado. Los partidarios de esta participación buscan asociar los obreros a las estructuras de dirección de las empresas a través de la burocracia sindical. En determinadas condiciones, cada vez más frecuentes, como en las crisis capitalistas, es un arma idónea para deflacionar el salario, o para reducir la jornada de trabajo en conjunto con el salario.

La oportunidad del proyecto coincide con la quiebra de los topes salariales en las paritarias como consecuencia de las luchas; cuando se instala el debate de la reapertura de paritarias que cerraron hace apenas semanas; cuando Moyano sale a poner paños fríos: “hay que tener responsabilidad, yo no creo que el 35% sea la medida” (Clarín, 2/6). El proyecto apunta a sostener esta política de freno. En un momento de insanía, el presidente de la UIA calificó al proyecto de castrista. El hombre finge ignorar que el proyecto se aplica en Europa y que en Cuba es la burocracia la que acapara las ganancias. El capo de la UIA no le teme a esta participación, sino a que sea un pretexto para que Moreno se les meta en el negocio o que haya que aumentar los ‘peajes’ a los Moyanos.

La participación obrera en las ganancias fue introducida en la Convención de 1957 por lo partidarios civiles del golpe de 1955. Recalde se tomó 55 años para desempolvar esta normativa constitucional de origen ‘destituyente’. Pero Recalde ‘se olvida’ que la Constitución garantiza un “salario mínimo, vital y móvil”, o sea 4.800 pesos por obrero, y que la jubilación mínima debería ser el 82% de ese monto. Recalde no avanza por este camino porque defiende las ganancias de los capitalistas, no una apropiación socialmente adecuada del producto social por parte de los trabajadores. El control y la gestión obrera del conjunto de la economía es lo único que puede asegurar que esto ocurra –un gobierno de trabajadores.