Políticas

9/10/2003|820

La descomposición policial: una crisis de Estado

Sobre llovido, mojado. Cuando aún no terminaban de salir de las primeras planas de los diarios la destitución del comisario Alberto Sobrado, ex jefe de la Bonaerense, y la del ministro de Seguridad provincial, Juan Pablo Cafiero —relevado por el represor del Puente Pueyrredón, Juan José Alvarez—, explotó el escándalo del titular de la Federal, Roberto Giacomino. Al igual que en el caso de Sobrado, Giacomino cayó en desgracia por una denuncia periodística.


Si Sobrado no pudo explicar por qué tenía una cuenta de 333.000 dólares en las Bahamas, Giacomino no se quedó atrás. El ex jefe de “la mejor del mundo” había alquilado por un año equipos informáticos para el hospital Churruca por 2 millones de pesos, cuando su compra definitiva, a precios de mercado, habría costado la mitad. Por supuesto, los proveedores de esos equipos eran parientes del propio Giacomino. Y hay más: la estafa podría ser mucho mayor, pues se han encontrado documentos mellizos de esa misma operación, de modo que el monto total de lo robado a la caja pública en un solo fraude llegaría a 8 millones de pesos.


Así se explica que Giacomino viva en un exclusivo club privado de Esteban Echeverría (El Ombú) y tenga otra casa en Villa Luro, con cochera para 60 vehículos.


Ahora bien: como estos casos tienen efecto dominó, Giacomino ha arrastrado tras de sí no sólo a buena parte de la cúpula “federal”; también ha impedido, al menos por el momento, la recomposición de la Bonaerense que Alvarez intentaba lograr en la provincia. El nuevo ministro no ha tenido otro remedio que denunciar penalmente a los 24 jefes más comprometidos en casos de corrupción, mientras prosiguen las investigaciones contra casi 150 oficiales, entre ellos el comisario Julio Frutos, ex secretario general de la fuerza y hasta hace pocos días primer candidato a reemplazar a Sobrado. Esos 150 casos incluyen, por citar sólo uno, a la subcomisaria Graciela Zonta, quien, con un sueldo de 1.300 pesos, tiene una casa en San Isidro, dos automóviles y otros tantos veleros.


De tal modo, el problema de la inseguridad —esto es, el problema de las fuerzas policiales— se convierte rápidamente en una crisis de Estado.


Fuera de control


La corrupción profunda atraviesa todos los niveles de todas las policías del mundo, porque por su naturaleza se ven entremezcladas y confundidas con el hampa. En ese punto, según se sabe, una de las peores es la policía neoyorquina, la de “mano dura” y “tolerancia cero”.


Empero, el Estado de la burguesía necesita mantener esa corrupción dentro de ciertos límites. En el caso de las policías argentinas, con la Bonaerense y la Federal a la cabeza, las cosas se han ido de madre. En otras palabras: el Estado empieza a perder el control de sus organismos represivos, transformados en enormes asociaciones ilícitas alimentadas casi exclusivamente por el delito. En todas partes se cuecen habas, pero en estas policías solamente se cuecen habas.


Por eso, cuando Eduardo Duhalde chocó contra la Bonaerense tras el crimen de José Luis Cabezas al advertir que quedaba en peligro su proyecto político, la policía lo tumbó a él porque el aparato del PJ provincial —con sus intendentes, punteros, manzaneras y buchones— es una enorme organización mafiosa, un entretejido delictivo que necesita indispensablemente la participación policial. Por lo demás, el propio Duhalde, desde sus tiempos de intendente de Lomas de Zamora, es parte de ese entretejido.


La “reforma” imposible


Ahora, como sucede siempre que estalla el escándalo —por lo menos cuando sobre el escándalo pende, siquiera potencialmente, la posibilidad de la movilización popular—, ruedan algunas o varias cabezas y se anuncian “reformas a fondo” con bombos y platillos.


Mentira.


En principio, no hay más que ver la calaña de los “reformadores”. En el caso de la Federal, al frente de la “reforma” está Gustavo Beliz, quien conoce y tolera muy bien a esa institución desde hace muchos años. No por nada fue ministro del Interior de Carlos Menem. Además, el caso Giacomino ha caído en manos del juez Juan José Galeano, quien tendría que estar preso por lo que se ha sabido de él acerca de los pagos fraudulentos a Carlos Telleldín en el caso Amia.


Por otra parte, a Giacomino ¿quién lo designó?: Juan José Alvarez, cuando fue ministro de Seguridad de Adolfo Rodríguez Saá. En ese momento, el actual “reformador” de la Bonaerense dijo que Giacomino era un oficial “de su entera confianza”. Cuando se le recuerda esto, Alvarez dice —y no le falta razón— que Giacomino fue un jefe de confianza “de cinco presidentes”, incluido el actual.


Poner a esta gente a “reformar” la policía es como poner al oso a cuidar la miel.


Pero supongamos por un momento que lo intenten, siquiera dentro de ciertos límites, por ese tironeo entre el Estado y una organización policial que se le va de control.


Supongamos.


Historias repetidas


Esas “reformas a fondo” ya las vimos varias veces, y aquí estamos.


No vale la pena hablar demasiado de la Bonaerense, que ha volteado uno tras otro a cuanto “reformador” le pusieron, desde León Arslanián hasta Juan Pablo Cafiero. Sí conviene recordar que todos ellos intentaron constituir un cuerpo de comisarios que le fuera leal, para poner bajo su propio control la organización policial del delito. Hasta ahí llegaban sus “reformas”, y ni siquiera eso pudo ser.


Ahora, tras el caso Sobrado, sin jefe, con cada jurisdicción transformada en una suerte de territorio a lo Chicago de los años ‘20 y ‘30, parece haber estallado allí una interna brutal, y parece también que Alvarez se propone lo mismo que sus antecesores. Así lo dice, con todas las letras, uno de los oficiales desplazados: “…Algunos se están olvidando de las normas vigentes para favorecer a policías amigos del gobierno, muchos de los cuales tienen peligrosos antecedentes penales” (La Nación, 6/10). Todo indica que se avecina una nueva crisis en la institución armada más grande del país. O dicho de otro modo: la descomposición de la Bonaerense y de la Federal las coloca al borde de la disgregación. De este modo, la “descentralización” que propone Alvarez ya se da en la práctica, en esa tendencia a la disolución de las fuerzas policiales.


En cuanto a la Federal, ya en 1998, cuando era su jefe Pablo Baltazar García, se purgó al 85 por ciento de los comisarios y cambió la cúpula de casi todas las 52 comisarías que tenía entonces la ciudad de Buenos Aires. Fue luego de que la división llamada Prevención del Orden Constitucional (actualmente División Antiterrorista) debió disolverse y 20 de sus miembros fueron procesados y dados de baja por destruir pruebas en el caso Amia.


En esos días también salió a la luz el asunto Spartacus, un prostíbulo de taxi boys del cual era contertulio el juez Norberto Oyarbide. Aquella cuestión no habría pasado de un manoseo repugnante de la vida privada de las personas con fines de extorsión política si no hubiera sacado a la superficie una red de explotación de prostitutas, travestis, dealers de la droga, vendedores ambulantes y ocupantes de inmuebles, todo ello bajo la batuta del comisario Roberto Rosa, quien, con el apodo “Clavel”, condujo un grupo de tareas de la PFA durante la dictadura militar.


Aquella purga prosiguió hasta el año 2000 y permitió conocer inmundicias varias, que incluían el secuestro de desocupados recién llegados a la ciudad, o simplemente de indigentes, para “plantarles” pruebas falsas y armarles causas con el propósito de llenar estadísticas. A uno de los denunciantes de esos casos, el cabo Marcelo Hawrylciw, le tirotearon tres veces la casa.


Las “reformas a fondo” no impidieron, por ejemplo, que la Federal matara chicos arrojándolos al Riachuelo, ni la muerte de rehenes por parte de la policía tanto en la Capital como en la provincia, ni las coimas, ni las extorsiones a vecinos, ni las torturas, ni el asesinato de simples peatones, ni la red delictiva organizada con su eje en las instituciones policiales.


En definitiva: las “reformas”, producto de la pugna entre el Estado y las fuerzas represivas que se le van de control, resultan imposibles porque ese Estado está tan corrompido y descompuesto como aquellas fuerzas que son parte de él, tan corrompido y descompuesto como el capitalismo mafioso intrínseco a su época de declinación, a la época imperialista tal como ésta se expresa en sus semicolonias, en países intervenidos por el FMI y el Departamento de Estado yanqui, como es el caso de la Argentina. Esas “reformas” pueden hacer caer a éste o a aquel comisario, pero no desarmar, por lo dicho antes, la estructura delictiva de las instituciones policiales.


Las tarifas


El tarifario del delito, en el caso de la Policía Federal —conducida por Giacomino o por cualquier otro—, varía según calidades, lugares y circunstancias, pero en general se ajusta al siguiente cuadro:


• Capitalista de juego: entre 100 y 150 pesos semanales por cada “lapicero”. Este negocio se ha extendido porque ya casi ha desaparecido el viejo quinielero barrial. Ahora el juego clandestino se ha informatizado y tiene locales con vidriera a la calle. Usan de pantalla loterías provinciales cuyos billetes nadie compra; el verdadero negocio son las apuestas paralelas a las diversas quinielas, conectadas en red a una central controlada por un capitalista y vigilada por la policía para que no la “pasen” en los porcentajes de las coimas.


• Prostíbulos, de los llamados “saunas” o “departamentos privados”: entre 150 y 200 pesos semanales por cada mujer que trabaje en ellos.


• Prostitutas de calle: los cafishios deben pagar entre 100 y 150 pesos por semana y por chica en Once o en Constitución, y hasta 500 en la parada de “gatos” de Libertador y Coronel Díaz.


• Travestis: hasta 500 pesos por semana, también según el barrio y la “calidad”.


• Desarmaderos de autos robados: entre 1.500 y 3.000 pesos semanales, de acuerdo con el tamaño del negocio.


• Dealers: 500 pesos por semana.


• Abogados especialistas en accidentes de tránsito: 300 pesos por cada cliente que les envían. Si el juicio se gana, pagan entre el tres y el cinco por ciento de la indemnización cobrada por el accidentado.


Hagamos una cuenta sencilla: el rubro 59 de Clarín suele publicar algo más de cien avisos. Algunos pertenecen a lugares enormes, donde trabajan más de un centenar de mujeres. Pero supongamos que, en promedio, haya diez por cada uno. Esto nos da unas mil chicas que trabajan en “privados”: a 200 pesos cada una, tenemos un monto de 200.000 pesos semanales sólo por los sitios que publican avisos; es decir, una minoría ínfima. Del mismo modo, en la “zona roja” de Palermo, únicamente en el rubro travestis, la policía se lleva unos 50.000 pesos cada sábado.


Si seguimos la cuenta, siempre según las diversas fuentes consultadas, tenemos que las “cajas paralelas” de la Federal recaudan más o menos como la Coca-Cola.


He aquí que la corrupción policial no está dada por “casos aislados” sino por toda una estructura de la cual la propia policía no es más que una de las partes.


Y, como en cualquier organización mafiosa, todo el mundo está obligado a corromperse. Si alguien se niega, seguramente terminará caído en cumplimiento del deber y enterrado con bandera y banda.


Para que cante otro gallo


¿Cómo se termina con todo esto?


Se debe tener en cuenta que la crisis policial está vinculada directamente con la movilización popular contra la inseguridad, dirigida en casi todos los casos contra la policía, y especialmente por acontecimientos como el de El Jagüel, donde el vecindario prendió fuego a la comisaría que organizaba el delito en la zona. Si así no fuera, funcionarían con mayor comodidad las tapaderas y todo se resolvería con guerras internas y pugnas entre politiqueros mafiosos.


Ese es, a juicio nuestro, el camino por el que hemos de continuar marchando, hasta llegar a la constitución de gobiernos comunales capaces de meter mano en los organismos represivos y desarticular a las mafias policiales y punteriles. Y recordar a los propios policías de tropa, a cada paso, que se ven obligados a sacarles coimas a los dealers, a zamarrear putas y a pedir pizzas para el comisario, y sólo así consiguen reunir un sueldo miserable. Si, poco a poco, consiguen ellos mismos empezar a organizarse contra ese estado de cosas, contribuirán a la llegada del día en que otro gallo cantará.