Políticas

20/10/1994|430

La huelga de hambre de los Schoklender

El gobierno del encubrimiento de los asesinos de María Soledad y el conscripto Carrasco, y de la absolución de Amira Yoma, ha tenido el enorme caradurismo  de recordar el “parricidio”  de los Schoklender —que los hermanos Sergio y Pablo niegan— para descalificar su huelga de hambre y tratar de ocultar la existencia de una verdadera rebelión de masas en las cárceles del país.


En el plazo de pocas horas, a partir de que los hermanos Schoklender retomaron su huelga de hambre como protesta por el incumplimiento oficial del acuerdo firmado con las autoridades del Servicio Penitenciario Federal, comenzaron a producirse movimientos de lucha en numerosas cárceles. En Caseros y en Devoto, cientos de internos se plegaron a la huelga de hambre en solidaridad con los Schoklender. Se produjeron motines en Dolores y en Mercedes —tanto en los pabellones masculinos como en los femeninos— y en Córdoba; en Salta, varios internos del penal de Las Rosas se declararon en huelga de hambre. “Las cárceles son volcanes en constante estado de erupción”, sintetizaba Crónica  (11/10). En las afueras del Hospital de Clínicas, donde fueron internados los Schoklender, se estableció una “guardia” solidaria con los huelguistas en la que, incluso, varios estudiantes se sumaron a la huelga de hambre.


El acuerdo firmado por los Schoklender y las autoridades del Servicio Penitenciario establecía mejoras en los regímenes de visitas y recreos de los internos, la separación de los menores en una unidad carcelaria especial y garantizaba la continuidad del Centro de Estudios Universitarios que funciona en Caseros. Los hermanos Schoklender denunciaron, con justa razón, al “Servicio Penitenciario Federal como una banda armada totalmente insubordinada al poder político”, por el incumplimiento del acuerdo firmado por el jefe del SPF e impulsada por funcionarios del Ministerio de Justicia.


Los levantamientos carcelarios han puesto en el primer plano la intolerable situación de las cárceles, donde los internos son sistemáticamente vejados y sometidos a humillaciones y castigos de todo tipo. Los detenidos se han rebelado particularmente contra el trato infamante que sufren las visitantes femeninas, sus madres, esposas e hijas.


“Nadie es culpable hasta que se pruebe lo contrario”. Esta norma, que le ha servido a Menem para mantener en libertad y hasta en el gobierno a notorios delincuentes, sólo rige para los capitalistas, que pueden pagar buenos abogados y cuantiosas fianzas y gozan de “acceso” a “jueces amigos”. Pero no rige para el pueblo llano, como lo revela el hecho de que el 60% de los presos en todo el país —y el 70% en la provincia de Buenos Aires— no tienen condena, es decir que son legalmente ... inocentes. Esta simple cifra expone el carácter crudamente clasista de los sistemas penal y judicial.


El gobierno menemista tuvo que ceder finalmente ante la huelga de hambre de los Schoklender para evitar una explosión general en las cárceles: un juez ordenó el cumplimiento de las cláusulas del convenio desconocido por el Servicio Penitenciario, pero no reconoció la validez del acuerdo como tal. Se trata de un síntoma inconfundible de que el gobierno, derrotado, piensa desconocerlo apenas pueda.


Los reclamos de aceleración de los procesos, de la liberación de los detenidos que hayan cumplido dos años de prisión sin condena y del mejoramiento y democratización de las condiciones de vida en los penales son el motor de la rebelión carcelaria. Por eso, la huelga de hambre de los Schoklender y las movilizaciones en las cárceles —que se rebelan contra un sistema penitenciario que no es otra cosa que un “depósito” de jóvenes pobres— forma parte del movimiento general de los explotados contra sus explotadores.