El asesinato de Ariel Domínguez, muerto por la policía federal: La secta del gatillo y el gobierno encubren el crimen

En el asesinato de Ariel Domínguez -el chico de 22 años que recibió un tiro policial en la cabeza cuando salía de su trabajo, en San Telmo- la cuestión de la culpabilidad o el dolo del cabo Ariel Mendoza, autor del disparo, se ha transformado, con toda su gravedad, en un asunto secundario. En términos políticos, el centro del asunto radica en lo que ocultan los medios y el gobierno: el encubrimiento criminal de la Policía Federal ante un nuevo caso de gatillo alegre. Con Ariel Domínguez, ya son 48 las personas asesinadas por la Federal desde junio de 2009.

En principio, la Federal hizo propia inmediatamente, a minutos del crimen, la versión del homicida -según la cual éste habría ayudado a otros policías a perseguir ladrones y el arma se le disparó sola al caerse. Rápidamente, esa patraña se deshizo: no había ladrones ni persecución alguna, sólo una represión descabellada a un grupo de estudiantes secundarios que festejaban el Día del Amigo con un poco de barullo. Por eso, había ahí siete u ocho patrulleros y por eso Mendoza creyó necesario sacar la pistola, puesto que -como se vio en las pericias y en la reconstrucción- es imposible que se le haya caído.

Por otra parte, como ha denunciado el abogado de la familia de Ariel, quedó claro también que la Federal contaminó la escena del hecho antes de que llegaran los peritos de Gendarmería. Como mínimo, el lugar no fue preservado. Los primeros en llegar ahí fueron los de la Comisaría 14ª. También quedan bajo sospecha los gendarmes y hasta el juzgado. Por ejemplo, sin que se sepa por qué, las pruebas de dermotest -que permiten saber si el cabo disparó el arma- no figuran en la causa. No se sabe ni siquiera si fueron hechas y, si se hicieron, fue más de ocho horas después de ocurrido el crimen. Sin embargo, la policía dejó trascender que esas pruebas habían resultado negativas y casi todos los medios de prensa dieron esa mentira como si se tratara de información oficial y verificada.

Además, la Federal notificó del crimen a la fiscalía con cinco horas de demora. Así se lo hizo saber el fiscal Adrián Peres al Ministerio de Seguridad, sin que Nilda Garré haya dicho ni mu por esa acción criminal. Peres, subrogante de la Fiscalía 9, se encontraba de turno con la 14ª, la cual estaba obligada a notificarlo de inmediato. No obstante, la primera comunicación formal de la policía fue recibida por una secretaria del ministerio público a las nueve de la noche. El crimen se había cometido a las cuatro de la tarde.

En esas cinco horas, la Federal adulteró el lugar del asesinato, Gendarmería hizo las pericias sin que hubiera un fiscal presente y se armaron las versiones destinadas a confundir a la población acerca de lo sucedido. Entre otras, el absurdo de las pistolas que se disparan solas.

Siempre listos para matar

Este asesinato vuelve a poner en las primeras planas el vínculo directo entre la inseguridad ciudadana y la criminalidad policial.

Mendoza hacía adicionales en el Registro Nacional de las Personas. Ahí estaba cuando se sintió impelido a abandonar su puesto e ir a colaborar con los colegas que reprimían a un grupo de adolescentes supuestamente revoltosos. El tipo trabajaba en la 44ª, en Liniers, una seccional entrelazada hasta los huesos con la mafia prostibularia que opera en esa zona.

Según dijo, la pistola se le cayó de la cartuchera y se disparó. Es mentira. En la reconstrucción, Mendoza reprodujo seis veces la supuesta carrera y el arma no se cayó. Y si se hubiera caído, la pistola era una Bersa Thunder, la que -aun sin seguro y con un proyectil en la recámara- necesita que un dedo oprima el gatillo con una fuerza de 3,5 kilos para que se produzca el disparo. Según los expertos, para que un golpe produzca ese efecto, la pistola tendría que haberse caído de un quinto piso. Los comisarios que repitieron la versión de Mendoza, a pesar de su muy dudoso profesionalismo, no pueden ignorar eso. Lo encubrieron a conciencia.

Otro aspecto del asunto: el cabo Mendoza habló del pobre entrenamiento que tienen los federales, dijo que él mismo sabe muy poco de armas y que por eso llevaba la pistola sin seguro. Si así fuera, el asunto ya sería lo suficientemente grave: la vida de los habitantes de la Ciudad estaría en manos de ineptos negligentes, de monos con pistola. Pero también eso es mentira.

En el caso de Claudio “Kunky” Méndez, otro chico asesinado por policías el año pasado, uno de los peritos policiales fue un instructor de tiro de la Federal. Ese hombre dijo, bajo juramento ante jueces de un tribunal de La Matanza, que los federales tienen orden de llevar su arma “en condición de disparo inmediato”. Es decir, con proyectil en la recámara y sin seguro. El hombre agregó que la fuerza provee a sus efectivos con proyectiles troncocónicos, de punta chata, prohibidos por la ley de armas y por la Convención de Ginebra aun en casos de guerra (véase Correpi, Boletín 618). Esas municiones sólo se usan para caza mayor o en tiro deportivo. La Federal las usa para matar gente en la calle.