Las festicholas de Oyarbide y la crisis en la Side
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El diario Perfil (29/3) da cuenta de una festichola escandalosa, en un restaurante de Puerto Madero, con el juez Norberto Oyarbide y el abogado Gregorio Dalbón, representante de un grupo de familiares de la masacre de Once. Dalbón, como se sabe, es el que hizo desistir a sus clientes de un juicio contra el Estado, de modo de acusar únicamente al conductor del tren.
La intimidad entre gente de esta calaña no puede sorprender. Forman parte de un entretejido mafioso de protección al que se llamó “triángulo corrupto” entre el Estado, la burocracia sindical y los concesionarios del ferrocarril. Esto es, de quienes vaciaron el sistema ferroviario, produjeron catástrofes como las de Once, Flores y Castelar, y asesinaron a nuestro compañero Mariano Ferreyra.
Según los periodistas de Perfil que estuvieron en Puerto Madero (su presencia, dicho sea al pasar, aguó la fiesta), en un momento Dalbón le dijo a Oyarbide: “Cuando nos creen vencidos, nosotros siempre tenemos una puñalada por la espalda”. Ocurre que, en este caso, las puñaladas traicioneras van y vienen de un lado y del otro, forman parte del cerco judicial al gobierno y se transforman en un principio de crisis de Estado.
Oyarbide está otra vez al borde del juicio político, esta vez por haber parado un allanamiento a una cueva financiera vinculada con el secretario de Legal y Técnico, Carlos Zannini. Lo hizo, según él mismo confesó, por un pedido del segundo de Zannini, el subsecretario Carlos Liuzzi.
El asunto llega a mayores profundidades cuando se indaga el origen de los “carpetazos” (las puñaladas por la espalda) que unos y otros se tiran. En ese punto se ve que la crisis gubernamental ha llegado, desde hace tiempo, al recoveco más oculto y pestilente del aparato estatal: los servicios de inteligencia. De ahí salen los informes que a menudo terminan en tribunales o en las redacciones periodísticas. Dicho sin vueltas: un sector importante de la Secretaría de Inteligencia (SI, ex Side) trabaja en contra del gobierno. Difícil imaginar un deterioro mayor.
Donde todo hiede
El ascenso del represor César Milani a la jefatura del Ejército obedeció, en buena medida, a esa crisis. El gobierno no puede confiar en el aparato tradicional de la inteligencia estatal, por lo que ha organizado una red de espionaje paralela a cargo de Milani, ex jefe de los espías militares. Milani, se debe recordar, fue el ideólogo del Proyecto X, para el seguimiento de militantes populares y de izquierda, a organizaciones sociales y periodistas. Así se desató una guerra entre servicios que produce este cruce de denuncias entre unos y otros.
Como señaló Prensa Obrera en julio del año pasado (PO 1.277; 18/7/2013), el “gran pesado” de la SI es Jaime Stiusso, director de Operaciones; él, con su ladero Fernando Larcher, sería, según sospechan en el gobierno, el que filtró la información sobre los negociados de Lázaro Báez con los K. Ahora, también, habría tirado el “carpetazo” sobre la financiera Propyme, la del allanamiento parado por Oyarbide.
Entretanto, el director formal de la SI, el kirchnerista Héctor Icazuriaga, parece haber perdido el control de las cosas. Sólo tiene con él la “lealtad” de Fernando Poncino, aquel que aparece en una foto con Hebe de Bonafini en uno de los edificios de Sueños Compartidos, en Lugano, durante la represión a la toma del Indoamericano.
Ahora, Oyarbide, que sirve al gobierno en tanto y en cuanto le convenga a él mismo, con su autodenuncia extorsiona al gobierno. Si lo dejan caer, usará -como dice su compinche Dalbón- otras “puñaladas por la espalda” que seguramente tiene en reserva. Viejo corrupto, él sabe que buena parte de la lucha por la sucesión presidencial -por si fracasan todas las maniobras gubernamentales de entrega al capital financiero internacional- se juega en los tribunales. Por eso puede chantajear casi a su gusto.
Toda esta pestilencia no puede serle indiferente en modo alguno al movimiento obrero. El Estado mantiene recovecos clandestinos de espionaje, alimentados por enormes fondos reservados (la inteligencia militar, a cargo de Milani, maneja 400 millones de pesos anuales), utilizados por estos personajes para perseguir ciudadanos, reprimir las luchas de los trabajadores, apretar periodistas y, de paso, para derrumbar adversarios en las luchas mafiosas entre camarillas gubernamentales y de la oposición. La movilización popular tiene que exigir el desmantelamiento de todas y cada una de esas cuevas de espionaje, donde todo hiede.