Partido obrero y gobierno obrero (II)
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Un debate acerca del gobierno obrero, los soviets y el papel del partido revolucionario ha confrontado al Partido Obrero con el PTS, ambos del Frente de Izquierda en Argentina.
El debate tuvo un origen inusitado. Jorge Altamira había sido invitado por el PTS a participar del lanzamiento de una nueva edición de Mi Vida, de León Trotsky -invitación honrosa que, para honor del PTS, Altamira aceptó. En la mesa de presentación que compartió con el PTS, Altamira, obviamente, desarrolló conceptos políticos que no son los del PTS. Christian Castillo, el otro expositor, resaltó la personalidad de Trotsky por medio de numerosos ejemplos. La reseña realizada por el PTS de la actividad estuvo dedicada a criticar la intervención de Altamira. Cuando Christian Rath, en Prensa Obrera, ejerció el derecho de defensa ante ese exabrupto, reforzó la posición desarrollada por Altamira, que no es otra que la posición marxista; el PTS replicó, otra vez, para desarrollar una polémica propia del bizantinismo.
La esencia del planteo del PTS es que “el siglo XX dejó planteados dos tipos de régimen opuestos: aquel basado en los organismos de autoorganización de las masas como los Soviets, el modelo de la III Internacional conducida por Lenin y Trotsky, o dictaduras bonapartistas donde una casta burocrática parasitaba las bases sociales del Estado Obrero”. Reducir toda la experiencia revolucionaria del siglo XX a la pugna entre dos “modelos”, es un ejercicio típico de la academia, el resultado de un curso de posgrado. La desgracia del siglo XX habría consistido en que, lamentablemente, China, Cuba, Vietnam, Yugoslavia, Rumania, Hungría, Polonia, etc., y hasta la propia Unión Soviética (con Stalin) habrían optado por el “modelo” equivocado, incluso después de haber practicado, en alguno de esos casos, el ‘modelo’ correcto. ¿Cambiarán las opciones de este ‘dual choice’ con el surgimiento del PTS? Probablemente no, porque el PTS sostiene que el partido no es el eje estratégico en esta confrontación. ¿Cuál es la solución para este drama? (que, un detalle no menor, costó la vida a millones de obreros y campesinos). Simple como 2 + 2: no hace falta tener una comprensión dialéctica de la historia, ni estudiar la siempre complicada economía; el partido revolucionario debería declarar, de antemano, su compromiso con una “arquitectura institucional” correcta: la democracia obrera y la auto-organización de las masas.
Este ‘modelo’ se salta, sin embargo, un paso fundamental: que los soviets también degeneran y que la autoorganización se convierte en su contrario. No es por casualidad que la propaganda del caudillaje autoritario insista en la “democracia directa”, porque en ausencia de un partido revolucionario la autoorganización o basismo tienden a convertirse en la “comunidad organizada”. La degeneración de los soviets es el resultado de un proceso histórico desfavorable y, fundamentalmente, de la degeneración del partido obrero que los llevó al poder. Antes de que se impusiera el ‘modelo’ equivocado de construcción política pos capitalista, ese ‘modelo’ se había impuesto a sangre y fuego en la III Internacional. Sin la degeneración de ésta, no hubiéramos asistido a la “crisis de dirección” que frustró numerosos procesos revolucionarios.
Rath, en su respuesta al PTS, dio el ejemplo de la insurrección de octubre (1917) decidida por el Comité Central bolchevique (dividido, varios miembros del CC votaron en contra, como se sabe) sin consultar a la dirección de los soviets, que la aprobó posteriormente. ¿Estaba, con eso, proponiendo un “modelo” del tipo: el partido decide y los soviets aprueban? Se encontraba muy lejos de esta pedantería. Lo muestra el debate por la toma del poder, que se desarrolló antes con mucho dramatismo en el partido bolchevique; Lenin amenazó, ante la oposición que encontró a su planteo de insurrección, con apelar a las bases contra la dirección del partido. Las “bases”, tanto de los soviets como del partido, se encontraban por encima de la “dirección” del partido (no fue éste el único episodio de la revolución rusa en que la base -de los soviets, o de otros organismos- estuvo a la izquierda del partido). Lo que esto demuestra es que ni soviets ni partido son categorías fijas; que en ambos se refracta la lucha de clases, o sea la historia; y que la superación de esta confrontación dialéctica (hasta la superación de la sociedad clasista) es la praxis (teórica y práctica) de la construcción del partido obrero revolucionario. En la revolución alemana, inmediatamente posterior, las bases de los consejos (räte) llegaron a estar muy a la izquierda del PCA, que vaciló de modo sistemático. En 1920, éste se mantuvo políticamente al margen de la derrota del golpe militar de Kapp, que abrió la posibilidad de un “gobierno obrero y campesino”. En 1921, el PCA decretó una insurrección (la “acción de marzo”) cuando las masas no estaban preparadas para ella (terminó en catástrofe). En 1923 abortó una insurrección armada que él mismo había preparado, mientras las bases peleaban en varias ciudades con armas en la mano. Lo que hay de común en ambas situaciones es que cuando la dirección política de las masas se equivoca, o traiciona, la revolución fracasa.
No se trata, sin embargo, de una conclusión con carácter absoluto, pero la lucha por el poder es, en definitiva, una lucha de partido. En 1921, en Rusia, cuando los soviets estaban vaciados, después de la guerra civil, si se hubiesen convocado elecciones libres (de los soviets), los bolcheviques las habrían perdido. Los partidos pro capitalistas habían impulsado la reconstrucción del Estado burgués, agitando la “democracia obrera”. Los bolcheviques se plantearon la cuestión en su X Congreso, explicítamente, en esos términos, y decidieron mantenerse en el poder en forma autoritaria. Lenin consiguió incluso que se suspendiesen temporariamente las fracciones en el propio bolchevismo, pues hasta ellas acarreaban el peligro del fin de la dictadura proletaria (“dictadura proletaria contra el proletariado”, ironizó entonces la -disuelta- “Oposición Obrera” de Chliapnikov y Kollontaï). ¿Fue un error? Lo cierto es que allí donde fue derrotada la revolución, lo que vino fue el fascismo, no la democracia burguesa.
No estamos obligados a arrodillarnos ante cada decisión de los bolcheviques (el PTS repite “de Lenin y Trotsky”, como si los otros dirigentes hubieran sido de palo), pero sí estamos obligados a denunciar a los que pretenden que todos estos problemas (el implacable cerco capitalista contra la revolución, el desfallecimiento de las masas o, al contrario, su ímpetu revolucionario “excesivo”: julio 1917, en Rusia, tal vez noviembre 1923 en Alemania), enormes problemas planteados por la revolución y la contrarrevolución, siempre diferentes -porque la historia avanza sobre los caminos pavimentados por el pasado, pero crea siempre terrenos nuevos, que originan situaciones inéditas- pueden ser simplemente contorneados por un estatuto de garantías en favor de la auto-organización de las masas y de la democracia obrera, surgido de la cabeza de un ‘pensador’ bonaerense que leyó a Lenin y Trotsky (no a los otros). Sobre el drama del X Congreso bolchevique, hay que leer la intervención de Karl Radek, quien, en ese momento, la tuvo más clara que los otros (que tampoco eran de palo).
La democracia obrera es un arma para luchar por la organización de la revolución, pero que empeña un partido revolucionario. En relación con esto habría que discutir la experiencia latinoamericana: la revolución boliviana de 1952, la Asamblea Popular de 1971, la experiencia argentina de 1969 y de 1974-1975, el papel de las corrientes trotskistas. Pero el PTS no asume la trayectoria de su propia corriente histórica: nació de un repollo o lo trajo la cigüeña. El PTS selecciona su propia historia, con métodos académicos, como el comensal que elige un menú. El PO nació asumiendo una historia y construyendo la propia en una lucha concreta de partido, en la etapa más convulsiva y violenta de la historia nacional e internacional. El debate sobre partido y democracia obrera alinea al PTS en las corrientes que adulteraron la crítica al régimen stalinista, y la convirtieron (al igual que las tendencias pablistas y morenistas) en una crítica democratizante, que absolutizan el basismo y reniegan de la función histórica del partido. Para las corrientes que se desemembraron del morenismo, “la crisis de la humanidad” no es “una crisis de dirección” sino de ‘representación’.