Sobre ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?, de Diego Rojas

-Exclusivo de internet

Me permito contarles un miedo mío, un miedo que sentí (y lo comuniqué torpemente por Facebook, lo que mereció la inmediata respuesta indignada de los que se llaman “amigos”, “friends”, esas amables siluetas que nunca tendrán cuerpo). Había muerto Kirchner, una semana después de la muerte de Mariano Ferreyra, y mi miedo se refería a la aureola religiosa con la que el poder sabe coronar las sienes de sus jefes desaparecidos. Escribí entonces: “yo no me olvido de Mariano”. No lo conocí, pero lo imaginé como un posible alumno mío, entrañable en la tenacidad irreverente que habría de costarle la vida. Tenía miedo de que otra muerte nos hiciera olvidar la suya en el entrevero arremolinado de la conveniencia política. Que nos hiciera olvidar que ni siquiera la muerte iguala las almas de los vivos, de los que han vivido en la diferencia radical de una vida intransferible, más allá de la creencia medieval castiza que hermana por toda la eternidad a “los que viven por sus manos y los ricos”. La muerte no iguala nada: para algunos en su hora, en el modo de morir, la injusticia es más injusta y la opresión humilla con mayor fuerza. Inconmensurable y única, la vida de Mariano, en su vacilación juvenil y en su firme determinación militante, atraviesa su misma fragilidad y se vuelve símbolo concreto en el pudor con el que Diego Rojas la reconstruye.

Y la memoria está explícitamente en el centro de su trabajo. Desde el título que lo inscribe en la huella de Roberto Walsh, hasta el final, en el que recuerda la significación combativa y la vigencia trágica de ¿Quién mató a Rosendo? No hay memoria que no sea colectiva, vale decir, aquello que devuelve al soplo de la vivencia individual la certeza de lo que se ha elaborado en común. Citando a Walsh, Diego Rojas hace señas a la literatura y a un ya raro tipo de periodismo, o lanza un guiño a la génesis moderna que entrevera indisolublemente a la literatura con el periódico, pero también apuesta, en el mismo gesto, al recuerdo, a la memoria, a esa dimensión que está allí como apetencia y apertura de lo que vendrá.

El “archivo” periodístico no es un fetiche del pasado: silenciosa o estridentemente algo teje en las complicidades del presente, si se lo sabe leer. Diego Rojas vuelve a citar a Rodolfo Walsh: Pedraza, el antiguo Pedraza, el otro Pedraza, el que combatió en la CGT de los Argentinos conoció -nos dice- a Walsh. Para convertirse en empresario y en habitante de una torre en Puerto Madero, Pedraza ha debido emprender el olvido. En cambio, el libro opta por la memoria, por el recuerdo que es el modo con que la historia amenaza a los traidores. Al narrar la marcha de los tercerizados, Diego hace recordar a uno de sus dirigentes la prepotencia sufrida en la época de la privatización del ferrocarril: “nunca habían experimentado la violencia producida por otros trabajadores” (p. 53). Hay aparentemente dos frases casuales, o dos modismos enfáticos (si he contabilizado bien) que Diego emplea en su narración: “No hay que olvidar que…” (p. 74), y “pero no hay que olvidar” (p. 104), ambas más perentorias de lo que parecen (en un caso se trata de la foto que el ministro Boudou se ha sacado con uno de los barrabravas patoteros acusados, y el otro del cargo de presidenta de Belgrano Cargas que ocupa la esposa de Pedraza). Todo el libro dice con manifiesto recato “No hay que olvidar”, y concluye con una invocación a la memoria que es un conjuro contra el olvido. Son las últimas palabras: “…entonces la muerte de Mariano Ferreyra no habrá sido en vano. De esa manera, el olvido no se posará sobre la memoria de su vida” (p. 181).

A la prepotencia de las patotas sindicales, Diego Rojas opone lo que podríamos llamar “la prepotencia del archivo”. Pero no solamente, pues hay otra forma de la memoria que supera los hechos mismos para cubrirlos con los afectos, y con la indignación que surge cuando se evocan los hitos de violencia policial. Es la otra forma del archivo, el otro archivo que me atrevería a llamar “literario”, porque está más allá de la comprobación, de la verdad y del cálculo. Cito una escena en la que se narra la marcha de los tercerizados:

Una joven codea a su compañero y señala unas letras pegadas en las rejas de la estación: “IXAM OIRAD”, dicen vistas desde la calle. “Es por Maxi y Darío, le cambiaron el nombre a la estación”, explica. La movilización avanza (p. 50-1).

El otro archivo, el archivo literario, ni miente ni agrega nada, ni siquiera el adorno de la ficción, o la eficacia del buen decir; si algo superpone es la posibilidad inapelable de lo que se intuye como cierto, como más cierto que la verdad de los hechos a los que no contradice sino que los arranca de sí mismos para hacerlos al fin propiedad de todos. El hilo que ata la represión ferroviaria del 20 de octubre de 2010 con la muerte de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán no es solamente una cuestión de archivo, sino de la conciencia que las luchas de la clase obrera tienen de sí mismas, algo que ningún manifestante pudo dejar de sentir. Y algo que el lector de “¿Quién mató a Mariano Ferreyra?” debe necesariamente experimentar.

El trabajo literario y periodístico del género llamado “investigación” consiste en hacer hablar a los archivos. No como hacen los historiadores, tomándose el tiempo que convierte los discursos en el medido, neutro y sopesado material de su historia, sino con la premura que manda una intervención de carácter ético. Y los archivos políticos, sibilinos por naturaleza, hablan a través de sus detalles. Quizás en esto consista la mayor dificultad del trabajo, porque los detalles, además de apabullar, fatigan la paciencia lectora, aun cuando sean, como en el género policial, el eje y la clave de la demostración. Diego Rojas suele sortear el escollo mediante el procedimiento de la enumeración exhaustiva, mostrada al lector como tal, para convencerlo del peso inapelable de la lista de hechos enumerados. Las enumeraciones sugieren lo que abunda, la abundancia. Así cuando debe dar cuenta de cómo también la represión se ha tercerizado mediante las patotas sindicales, enumera en tres páginas quince pequeños relatos que corresponden a la violencia represora de los sindicatos antes y después del asesinato de Mariano Ferreyra. Así concluye Diego el recuento de esa red ignominiosa:

Esta larga enumeración, que es incompleta, muestra una realidad que suele ocultarse. ¿Qué tienen en común todos estos casos? Todos fueron ataques orquestados por direcciones de los sindicatos contra trabajadores que reclamaban mejoras en sus condiciones laborales. Las mismas direcciones sindicales que deberían defender sus derechos. En todos hubo inacción por parte de la policía. Todos los ataques de las patotas quedaron impunes (p. 59).

Para el lector queda claro que no hay nada fortuito en el asesinato de Mariano Ferreyra, que hay una red histórica anterior a la intervención de los actores del drama, y al accionar de los actores mismos. La enumeración es el recuerdo de esa trama, y por eso el libro concluye con otra enumeración, con el recuerdo de asesinatos aparentemente inconexos entre sí: Kosteki y Santillán, el conscripto Carrasco, María Soledad Morales, Mariano Ferreyra. Se trata siempre de la memoria. De los sucesos colectivos de la memoria.

Se me ocurre que leyendo el libro una certidumbre me agita, una verdad que no tiene dueño y que por eso se dibuja con la nitidez de un rompecabezas que por fin he sabido armar: aquí somos todos terceros, estamos todos en el tercer lugar, somos todos tercerizados. Nada, salvo el afán de justicia, nada, salvo la convicción que sabe detectar los gestos opresivos y la conspiración incesante de los poderosos, ha llevado a Mariano a ser un tercero en medio de una lucha desigual, nada más que esa terceridad lo ha llevado a la certeza de estar allí en el vértice mismo de una red de causas y efectos para torcer la suerte de las causas y los efectos. Somos, en esta trama que Diego Rojas reconstruye con la paciencia meticulosa del convencido, otros tantos terceros, otros tantos tercerizados, en medio de las conocidas fuerzas enemigas, y entre las desconocidas fuerzas asesinas de quienes dicen ser nuestros amigos. La fuerza del tercero es la fuerza desestabilizadora de Mariano Ferreyra, la fuerza que debería impulsarnos a nosotros como terceros. No invento nada. Está allí en la reconstrucción que Diego Rojas hace de la intimidad de Mariano, una zona infranqueable que paradójicamente surge de su ser comunitario, de su ser con los demás, de su ser con los otros. Porque son los otros, madre, hermano, novia, compañeros, amigos, militantes, aquellos filtros elegidos por el narrador de la historia para que acedamos a la intimidad de Mariano, y quienes desde una primera persona monologal nos permiten vislumbrar, o apenas entrever, lo que ha de permanecer en el secreto sin desgarro: Mariano Ferreyra como nuestro irreductible otro. “Sucede -dice en su monólogo Patricio “el Be”, amigo de Mariano- que Avellaneda es un caso particular. Al militar en la UBA éramos vistos como un sector de la Capital porque estábamos en campañas distintas a las del Gran Buenos Aires. Estábamos en una especie de punto intermedio” (p. 161).

Eran o se sentían terceros. Ser tercero es el comienzo de un desajuste, de un viento o de un remolino nuevo, es el presagio de ser lo que se pregona, el desajuste de la remoción, de la incesante revolución. Como si el primer paso del camino revolucionario fuese sentir la fuerza de lo otro, ser tercero es el presagio de lo otro.

Terceros: aquellos que no están ni con el cálculo que arrima adeptos a la causa del capital, ni tampoco con la tibieza de los que representan una comedia que esconde la reverencia a ese mismo cálculo, esto es, los sindicatos manejados por los bifrontes obreros-empresarios. Ser tercero es una forma del testimonio activo que da cuenta del despojo actual y de la interminable cadena del gran despojo, como se recuerda en ¿Quién mató a Mariano Ferreyra? para el caso de los ferrocarriles argentinos.

La reconstrucción de la compleja malla histórica que lleva al 20 de octubre de 2010 exige a Diego Rojas encontrar varias posiciones discursivas, varios tonos, variados entrecruzamientos temporales, varios géneros o tipos de discurso, varias voces que confluyen hacia distintos centros, porque el relato de ¿Quién mató a Ferreyra? explica desde múltiples ángulos un crimen omnipresente, pero no tiene un centro fijo. Ni siquiera la entrevista a José Pedraza centra la tensión agónica en un contrapunto maniqueo. Pedraza, está claro, es tan comparsa como cualquier integrante de la patota sindical.

Nunca he creído en los lectores ingenuos. No hay lectores ingenuos, y menos aún si se trata de quienes leen libros con tramas políticas. Como en el caso del género policial, el lector de estos textos tiene la desconfianza instintiva de quien cultiva la especialización. Leer implica una actividad en la que el engaño es posible, pero no la ingenuidad. No hay lectores ingenuos, sino lectores con innumerables prejuicios. Les confieso un prejuicio mío con el que debí enfrentar ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?, y en particular, el capítulo que se llama “Encuentro en la Rosada” y que narra con impasible equidistancia los pormenores de la reunión de la familia Ferreyra con la viuda de Kirchner. Mi prejuicio consiste en creer que los Kirchner están siempre en campaña electoral, una campaña que se empeña invariablemente en jugar al truco, esa pasión argentina, esa pasión de la política argentina, plagada con el discurso de los viejos vizcacha. Mi prejuicio consiste en que al leer u oír el apellido “Kirchner” se me disparan todos los resortes de la indignación y la desconfianza. Al terminar de leer el capítulo que tiene como protagonista a la viuda de Kirchner, pensé: “al menos, Diego, si lo hubieses hecho más corto, o si al menos, no hubieses sido tan indulgente…” Mi prejuicio, sin embargo, me había hecho olvidar los detalles de la narración de Diego, los detalles del archivo periodístico que muestra sin confusión posible, una y otra vez, la confluencia política, el disimulo estratégico y las alianzas entre Kirchner y los patoteros sindicales, o el frívolo elogio que la viuda dedicó a la Juventud Sindical Peronista durante un acto. Momento del relato en el que Diego observa:

Cinco días después del acto de Ríver, uno de los sectores participantes baleó la movilización ferroviaria y se llevó la vida de Mariano Ferreyra (p. 99)

Releo, entonces, el capítulo que agitó mis prejuicios. Nuevamente: no hay en la entrevista de la Casa Rosada en la que se habla del dolor ante los muertos, ninguna homologación posible, ninguna igualdad posible, ningún dolor que equipare dos muertes inconmensurables.

No se trata de mi tranquilidad o de mi buena conciencia política como lector del libro. En la situación actual -y vaya esto como mi elogio y mi reconocimiento a Diego- ¿Quién mató a Mariano Ferreyra? es un libro necesario. Necesario ante una causa que seguramente se intentará torcer o burlar, pero necesario también porque más allá del símbolo o del estandarte en el que Mariano se ha convertido, el relato, por su honesta dimensión literaria, nos hace sentir la pérdida de alguien que bien pudo ser nuestro alumno, nuestro compañero, nuestro hermano, de una vez y para siempre.