Políticas

18/9/2008|1055

Un libro de Marcelo Saín

La seguridad pública según un represor

El 19 de abril de 2005, a las 5:40 de la mañana, los trabajadores de Líneas Aéreas Federales (Lafsa), aquella compañía fantasma que inventó Kirchner y jamás llegó a volar, ocuparon la zona de preembarque y mostradores del aeroparque Jorge Newbery. Exigían que se les aseguraran sus puestos de trabajo ante el traspaso a la privada LAN Argentina, un sello de American Airlines representado en el país por José Alfredo Martínez de Hoz (hijo).

Hasta ese momento las demandas de los trabajadores sólo habían sido contestadas con el silencio, pero aquel día les respondieron con bastonazos, balas de goma, gases lacrimógenos y detenciones, en medio del pánico provocado por la barbarie policial a los pasajeros que aguardaban sus vuelos. Al menos 25 manifestantes resultaron heridos, entre ellos siete mujeres, y dos empleados fueron apresados mientras socorrían a compañeros caídos.

Rato más tarde, el titular de la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA), Marcelo Saín, dijo por radio: “Yo di la orden de desalojo porque la situación era insostenible… la permanencia de los empleados en el lugar dificultaba nuestra labor en materia de seguridad” (PSI, 20/4/05).

Ese bruto, ese represor, es el que ahora ha publicado el libro El Leviatán azul: policía y política en la Argentina (Siglo XXI, 325 páginas), en el cual analiza los problemas nacionales de seguridad pública y propone supuestas soluciones. No se trata de un debate académico y menos en el caso de Saín, porque a él lo determina aquel apaleamiento de trabajadores en el Jorge Newbery. Por eso, obligatoriamente, partimos de ahí.

La represión “progre”

Saín no es cualquier represor, es un represor “progresista”, “nac&pop”; por eso, empieza por reconocer el problema. Las fuerzas de seguridad, dice, están “signadas por la corrupción, la protección y la regulación de actividades delictivas cometidas cotidianamente por la policía”. Y no libera del fenómeno a la franja a la cual pertenece él mismo, por eso habla de la “incidencia de la clase política en la reproducción de esas organizaciones y prácticas”.
Casi de inmediato añade que la policía, esa institución que reconoce corrompida, protectora del delito, organizadora ella misma de actividades delictivas es (¿por eso mismo?) una “instancia de control social y político al servicio del poder gubernamental”. Como en el aeroparque, seguramente…

De ahí desprende Saín su primera propuesta, consistente en “reformular las misiones y funciones de la institución policial en torno al control del delito y el cuidado de la paz social”.

En verdad, la policía controla al delito, ésa es su función desde siempre, por lo menos desde que a fines del siglo XIX se organizó la policía de la capital con malandras llegados de Europa central, dedicados al tráfico de mujeres y otras yerbas. Esa institución fue creada para controlar el delito y para organizarlo, antes que para reprimirlo. En cuanto al “cuidado de la paz social”, otra vez debemos remitirnos a los hechos del aeroparque en 2005 para entender qué significa eso en boca de este señor. El mismo lo dice: “He escrito este libro como analista y como actor”; es decir, como represor.

Saín recuerda que “las instituciones se producen y reproducen a través de las prácticas, las rutinas y las bases simbólicas de sus miembros”. Ahora bien ¿cuáles son esas prácticas, esas rutinas y esas bases simbólicas en la policía argentina? Sus vínculos con el narcotráfico, las zonas liberadas, la cobertura del narcotráfico, los desarmaderos de autos robados, la prostitución, el juego clandestino. Y, para imponer todo eso, para mantener al cuerpo social lejos de cualquier control, se tiene el gatillo fácil que contribuye a imponer esa “razonable cuota de miedo” que según Roberto Giacomino -echado por corrupto de la Federal- debe sentir el ciudadano ante la presencia policial.

La “reforma institucional” que Saín propone para la policía, como la de Arslanián o la de Carlos Stornelli, con sus diferencias de matices, no apunta ni puede apuntar a transformar ese estado de cosas que, como se ha visto una y cien veces en la práctica, no se puede modificar. Las “reformas” que esta gente impulsa sólo forman parte de la antigua pugna entre las fuerzas de seguridad y el poder político -la pugna y la sociedad delictiva entre ellos son partes de la misma cosa- por el control del delito y, sobre todo, por subordinar a la policía a las mafias gubernamentales.

Saín lo dice claramente: él señala la necesidad de que la política controle a la policía. Pero la “política” a la que él se refiere es la de Capaccioli, recaudador de los Kirchner, la de los valijeros de Antonini Wilson, del chofer Rudy Ulloa devenido en empresario poderoso, del Sedronar que da habilitaciones a narcotraficantes en 24 horas para importar efedrina. Es una lucha entre mafiosos, una lucha contra la seguridad de la población.

En definitiva, unos y otros necesitan que, como dice Saín, la policía se constituya eficazmente en “órgano estatal de control y disciplinamiento social y político de los sectores vulnerables”. Hay que reconocerle a este represor que hace culto de la claridad.
Como, además de “analista”, el señor Saín es “actor” del asunto, resultará interesante escuchar sus explicaciones cuando, un día, otro tipo de poder político investigue en serio los agujeros negros de los aeropuertos argentinos.

Mientras tanto, la salud pública exige organizar a la población contra la inseguridad; es decir, ante todo, contra los organismos represivos que la organizan y la promueven.