Sociedad

20/7/2000|674

El genoma de los humanos (II)

Mister Clinton, al presentar el descubrimiento de la secuencia del genoma humano, pontificó: “Ahora conocemos cómo Dios escribió el libro de la vida”. De haberlo descubierto antes, lo hubiera podido presentar ante la justicia y las iglesias como prueba de exculpación por su affaire con Mónica Lewinsky. Lo cierto, sin embargo, es que el descubrimiento quiebra una vez más la idea de que el hombre es una “creación” única y particular del ‘Señor’. Como lo planteó un Premio Nobel de medicina (ver PO Nº 672) nuestros genes se parecen demasiado a los de los gusanos o ratones como para pensar que no responden a la evolución de las especies, la tesis descubierta por Charles Darwin.


Pero tampoco son los genes el “libro de la vida”. Lo esencial del fenómeno viviente *desde los microorganismos más elementales hasta las más complejas formas animales* es su determinación por el intercambio de materia entre el individuo y el medio, que se conforma y autorregula en un vínculo indisoluble y permanente. La vida no se reduce a los mecanismos físicos y químicos, que son su base fundamental; no es apenas el despliegue de una suerte de “código” comprimido que estaría depositado en cada gen, sino un mecanismo de autoconstrucción.


En esta interacción de factores internos y externos, lo “interno ni siquiera significa lo mismo que lo genético, porque el desarrollo celular está relacionado con variaciones que se producen al azar durante el desarrollo (lo que se llama ruido genético o del desarrollo). Esto es lo que hace, por ejemplo, que incluso los gemelos tengan distintas huellas digitales” (Leonardo Moledo y Joaquín Mirkin, en Radar, julio 2000).


La especie humana corresponde, además, a un animal muy especial, “social” según una muy antigua definición de Aristóteles, es decir, que es un resultado de la evolución de su propia sociedad y de sus potencias colectivas. Somos, hoy, el resultado de una larga historia y no ya de la naturaleza.


El individuo de nuestra época puede acceder, por ejemplo, a un conocimiento como el de la biología molecular y genética. Lo que no puede el individuo contemporáneo es poner ese conocimiento al servicio del mejoramiento universal de la calidad de la vida humana. La razón es precisamente social y no será descubierta en ningún gen particular, sino en la estructura de clases explotadora del régimen social capitalista.


La ciencia y sus productos, así como el pan y los alimentos, estarán a disposición del Hombre cuando un régimen social basado en la apropiación y producción colectiva elimine las condiciones de explotación de millones de seres humanos por un puñado de corporaciones del monopolio privado del gran capital. El gen de la revolución social tampoco existe; es algo que depende de una autoconstrucción y que, como la vida misma, no está predeterminado en un código que nos trazaría un destino inmutable.