Sociedad

31/10/2002|778

El lobo de Yago Franco

La idea de un monstruo que por las noches habita debajo de la propia cama es un terror habitual en los niños. Ahora, el monstruo que vivía debajo de la cama de Yago Franco ha salido de su cubil y amenaza devorarlo. Yago sucumbe a su catástrofe mental e imagina que ése, su monstruo personal (un lobo), no salta sobre él mismo sino “sobre la inmensa mayoría de los argentinos”; es más, lo ve pasearse por las calles intimidatoriamente, abiertas las fauces.


Como toda monstruosidad individual, surgida de oscuridades inaccesibles, el lobo de Yago tiene origen indefinido, no se sabe en qué consiste ni de dónde viene, aunque sí conocemos la fecha de su aparición: finales de diciembre, cuando el Argentinazo echó a De la Rúa y a Cavallo. Ante la bestia despertada por el batifondo de la lucha callejera, Yago está inerme porque su figura paterna —los poderes del Estado “que debieran amparar a los ciudadanos”— no lo defienden y, además, esos poderes, “aquello que debiera ser familiar/amparador, se transforma en persecutorio o abandonante”. Esto es: Yago creía que el Estado era su familia, que ella le daría amparo cuando el lobo atacara, pero ahora descubre que ese Estado es el instrumento del lobo, o el lobo mismo. Este descubrimiento de Yago lo pone, según él mismo, delante de “un panorama siniestro”.


La polémica con Yago es posible y adquiere interés político porque, según se desprende de esa función paternal que asignaba a la institución estatal, su crisis deviene de la rotura drástica de una ilusión social: la ficción de comunidad organizada por y en el Estado. Ahora resulta que tal comunidad no existía, que el Estado sólo era la asociación de una clase social en contra de otras y, por tanto, para las clases sometidas la idea comunitaria sólo constituye una fantasía y, sobre todo, una traba.


El Estado, en definitiva, no sólo no ampara a los ciudadanos: los ataca en nombre de los destructores de la ciudadanía. “Esto —dice Yago— coexiste con hiperdesocupación, expulsión del sistema económico, pauperización, lo cual conduce a la imposibilidad de toda idea de futuro a nivel individual y colectivo”. En verdad, tales estropicios no “coexisten” con el Estado-lobo: son parte del fenómeno. La crisis capitalista mundial —ése es su lobo, amigo Yago— se hace sentir de ese modo en todas partes, y en la Argentina ha producido una fractura revolucionaria. La tragedia personal de Yago, y por eso resulta socialmente interesante y digna de polémica, es la tragedia política de todo el arco reformista: él confunde “la imposibilidad de toda idea de futuro” del régimen capitalista con la imposibilidad de todo futuro en general; esto es, no hay futuro fuera del capitalismo.


Por eso Yago, al igual que todo el reformismo, no logra advertir las proyecciones de lo que él mismo observa: “Los cacerolazos, piquetes, escraches, clubes de trueque, asambleas populares, obreros ocupando fábricas, son las armas que los ciudadanos han inventado y esgrimen contra la bestia”. No lo advierte porque dos párrafos más adelante, víctima de su propia desesperación, dice: “Se hace insoportable y sin sentido la participación en el colectivo social”.


Acción colectiva y libertad individual


En este punto, conviene recordar que todas las colisiones en la historia han resultado, en última instancia, de la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las formas de intercambio, dadas por el régimen de propiedad de los medios de producción. Ese choque produce guerras, revoluciones, lucha de ideas y también crisis y conflictos en los medios por los cuales los hombres intentan conocer la realidad, manifestados en la tendencia a tomar cualquiera de las facetas secundarias del fenómeno y colocarla en el papel de factor determinante, como bien lo indica Paola Valderrama al referirse a la supuesta “objetividad” o “extraterritorialidad” de algunas prácticas profesionales (Prensa Obrera 773).


Así, el economista dirá que la evolución humana ha dependido del desarrollo de las teorías económicas, el abogado la atribuirá a las nociones en materia de derecho y el psicoanalista pretenderá analizar “la situación social y política desde la práctica o las concepciones psicoanalíticas” (P. Valderrama, ídem anterior). La base de ese desvío, a juicio nuestro, radica en la división entre trabajo intelectual y trabajo manual, que produce un hombre alienado, partido, presa fácil de las ilusiones individuales acerca de la propia actividad.


Por cierto, subordinar los poderes materiales de la sociedad (sus potencias productivas) a las decisiones conscientes del hombre y eliminar la división del trabajo, es tarea comunitaria, no individual; de la lucha de clases, no del psicoanálisis. En un régimen que reserva las libertades individuales y sociales a la clase dominante, el individuo de las clases oprimidas sólo encuentra ocasión de desarrollar su libertad en la acción colectiva, cuando se expresa en el colectivo, en las asambleas populares, en las organizaciones piqueteras, en las fábricas ocupadas. Ese es uno de los sentidos de “la participación en el colectivo social” y está dado por “las armas que los ciudadanos… esgrimen contra la bestia”, que Yago observa sin ver.


En esos organismos los oprimidos desarrollan su libertad personal, manifiestan sus opiniones a viva voz y ejecutan su pensamiento ellos, los que estaban condenados al silencio obediente, a la sumisión. Ahí, colectivamente, en esa asociación libre, encuentran su propio deseo y “el deseo del Otro”, que Yago cree perdidos.


Revolución y cultura


En otra parte de su análisis, Yago habla del papel de la cultura en todo el asunto. “La cultura cumple una función de amparo”, dice, pero añade que eso ha cambiado “dramáticamente” porque “la sociedad” ya no ampara.


Yago no explica qué entiende por cultura, pero para saber de qué hablamos resulta necesario recordar lo siguiente: en un mundo al borde de la barbarie definitiva, la actividad cultural radica sobre todo en tomar conciencia de la necesidad de terminar con la dominación de los bárbaros, en el conocimiento de los modos de la opresión y de la forma de liberarse de ella. En general, la cultura está dada por el desarrollo de necesidades de todo tipo y por el desenvolvimiento de los medios necesarios para satisfacerlas; por tanto, la liberación de la humanidad consiste, básicamente, en superar los obstáculos que impiden satisfacer la necesidad, saciar el deseo. Así, la revolución obrera es la más formidable tarea cultural de la historia.


Está a la vista la relación dialéctica causa/efecto (la confusión de ambos) entre desarrollo cultural y desenvolvimiento industrial y comercial. En una crisis como la que sufre la Argentina, se produce un desequilibrio abrupto de la relación entre el desarrollo de las necesidades (grado de cultura) y los medios para satisfacerlas. En tales casos, la alternativa es férrea: se multiplican esos medios —revolución mediante— o se eliminan necesidades por la vía del desastre, de imponer un retroceso catastrófico al nivel de civilización de la sociedad.


Desde ese punto de vista, lo mejor que la Argentina tiene para ofrecer a la cultura universal es su lucha proletaria, su organización piquetera, sus asambleas populares, sus fábricas ocupadas. Por tanto, la cultura —contra lo sostenido por Yago Franco— cumple hoy más que nunca su función de amparo; la cultura argentina es fuerza obrera organizada que crece y se desenvuelve. Cierto es que la lucha de clases en una situación de características revolucionarias coloca en tela de juicio los poderes del Estado que Yago creía paternales; se combate abiertamente contra la voluntad del Estado (de la clase dominante) y contra todo su andamiaje legal, y esto no puede menos que alterar la tranquila digestión de algún intelectual pequeño burgués. Pero ese movimiento gigantesco de enormes fuerzas sociales sólo puede verse si se desecha la práctica tautológica del bobo que se mira al espejo y cree mirar por la ventana. Yago será capaz de superar sus fobias, el taxi con que elude la violencia callejera y su refugio en la televisión, en fin, su afánisis, si deja de ser, como decía Robert Owen – aquel genial socialista temprano inglés—, this poor localized being (ese pobre ser limitado) que intenta medir las cosas más generales con la vara corta del mundillo que le rodea.