Sociedad

31/10/2002|778

Todos somos tumberos

La segunda realización televisiva de Israel Adrián Caetano (debutó en el medio con el unitario La cautiva, inspirado en el texto de Esteban Echeverría), se augura como un producto singular. Desde el título escogido – según el diccionario de la cárcel, “tumbero” es el condenado a prisión perpetua – hasta la elección del ex penal de Caseros como escenario de rodaje – la institución “real” destinada a vigilar y castigar – hablan de una propuesta que pondrá en tensión el sinuoso vínculo entre ficción y verdad.


Tal como en sus largometrajes (Pizza, birra, faso; Bolivia; Un oso rojo), en Tumberos Caetano utiliza, en este caso, la trama carcelaria apenas como pretexto para la indagación genérica y existencial. Es esa voluntad (opuesta a la fenomenología noticiosa que caracteriza a la televisión) la que lo enfrenta a una pantalla saturada de ciclos periodísticos que simulan revisar las infamias del presente y del pasado de manera espasmódica y morbosamente emotiva (espasmos y emoción que, aunque dolorosos, no buscan arrancar de la pasividad al espectador, sino todo lo contrario).


En cambio, la ficción de Caetano se mete en terreno prohibido: habilita la mirada de un universo que sólo el recluso y sus guardianes conocen, les cede la palabra, los arma de impunidad (son ellos los protagonistas, los dueños de una aventura que despliega sus dobleces más impúdicos). Y la corrupción y la violencia del Servicio Penitenciario, desde el jefe hasta el último pinche, están expuestas sin medias tintas.


Tanto el texto como las imágenes de Tumberos impugnan el pacto según el cual toda narración debe instaurarse en una intención de no verdad, comprometiéndose, sin embargo, a producir efectos de verosimilitud que como tales sean percibidos. En este sentido, la antología de personajes diseñados por los autores (además de Caetano, Alejandro Maci) antes que presos son criaturas subversivas que, en cada parlamento, en cada gesto imprevisto, rechazan su doble condena al silencio.


Como los piqueteros cuando cortan una ruta, refutando la naturalidad con que la historia los dejó fuera de sus márgenes, cada lunes a las 23, Willy (Carlos Belloso) y su séquito de presidiarios ponen una cuña en el sistema de relaciones sociales que conjetura el relato. Entonces, sus cuerpos se hacen visibles, balanceándose entre la hostilidad y el candor, fruto de una existencia que se abre paso a los tumbos en los bordes de la ley, en los bordes de la crueldad y la bondad, también en los bordes de la memoria. Y no importa que reflejen la “verdad” de la vida carcelaria. No importa que, en efecto, un convicto o un ex convicto pueda identificarse con alguno de ellos. Se trata de una representación y lo que se juega en Tumberos es, precisamente, la competencia de la ficción (de un texto, de una imagen, de una interpretación) como instrumento para volver a pensar las condiciones de existencia, aquí y ahora. Cada detalle remite a la crónica histórica y, al mismo tiempo, otorga entidad (cuerpo, palabra y voluntad) a quienes esa misma crónica asignó la figura del “desaparecido”.


No es poca cosa para una TV que, desde el género natural de la verdad (el noticiero, la investigación periodística), aturde al espectador con meros golpes de efecto, traficando con la amnesia y poniendo a resguardo la indiferencia del que mira.