Aniversarios

25/5/2021

Parte III

El saldo histórico de la Revolución Mexicana

Hace 110 años caía Porfirio Díaz, y con él todo el régimen de la oligarquía terrateniente.

Pancho Villa y Emiliano Zapata en la Ciudad de México.

En la última entrega dejamos a la Revolución Mexicana en su punto más alto, en la cumbre del ascenso de la lucha de las masas hasta ocupar el centro mismo del poder político. Los dirigentes de los dos grandes ejércitos campesinos encontrándose en el Palacio Nacional, tras haber barrido irresistiblemente con todos los obstáculos que le interpusieron las sucesivas direcciones burguesas de la revolución. Un apasionante testimonio de la dinámica de la revolución permanente, tal como la definiera Trotsky: la burguesía no podía resolver las tareas democráticas y nacionales pendientes, los explotados sublevados no podían detenerse ante los límites mismos de la propiedad privada (especialmente de la tierra). En esos momentos decisivos, el resultado se define por las condiciones subjetivas del proceso revolucionario, por la conciencia y el programa de cada una de las clases en lucha.

El “poder en custodia”

La situación en diciembre de 1914, con Emiliano Zapata y Pacho Villa ingresando triunfantes en la Ciudad de México, luego de poner en fuga hacia Veracruz al jefe constitucionalista Venustiano Carranza y el general Álvaro Obregón, se caracterizó por un doble poder en un sentido dual. Por un lado, entre el emergente gobierno surgido de la Convención de Aguascalientes y el constitucionalismo que aún en retirada no dejaba de representar una de las tendencias surgidas de la revolución, su tendencia burguesa nacionalista. Pero, al mismo tiempo, si bien la conquista de la capital era el fruto la confluencia del Ejército Libertador del Sur y la División del Norte, del campesinado en armas, el hecho de que la presidencia fuera puesta formalmente en manos del ala pequeñoburguesa radical era mucho más que un simbolismo. Eulalio Gutiérrez y otros miembros del gabinete eran representación de un ala jacobina que se veía atraída por la potencia revolucionaria de los ejércitos campesinos, pero que mantenía una relación de mutua desconfianza con ellos y carecía a su vez de base propia.

Adolfo Gilly define así el cuadro creado: “En realidad el poder está vacante. Pues no basta que la oligarquía lo pierda y la burguesía no tenga fuerzas para sostenerlo; alguien debe tomarlo. Y la dirección campesina no lo toma, nomás lo tiene ‘en custodia’, como al Palacio Nacional, para entregarlo a los dirigentes pequeñoburgueses de la Convención. Ejercer el poder exige un programa. Aplicar un programa demanda una política. Llevar una política requiere un partido. Ninguna de estas cosas tenían los campesinos, ni podían tenerlas”.[1]

Es realmente ilustrativo que al encontrarse Villa y Zapata en el centro del poder político, el caudillo del norte sentenciara que “este rancho está demasiado grande para nosotros”. Acordaron proseguir la lucha cada uno en su región, y ceder el poder a un sector social advenedizo y ajeno. Renunciaron así a una centralización política de las dos fuerzas motoras de la lucha de las masas, y por ende a una centralización militar para aplastar la resistencia de las clases explotadoras. La lógica regionalista del campesinado se impuso así como una barrera infranqueable a la unificación revolucionaria del país, aun cuando la mayor parte del territorio nacional estaba en poder de sus ejércitos. Antes que manifestarse como desventaja militar, se expresó como una mortal limitación política; si en sus estados el poder revolucionario se basaba en la expropiación de las tierras y la destrucción del dominio terrateniente, en la capital el aparato del Estado burgués siguió en pie y la propiedad capitalista permaneció intacta –amén de aquellos enemigos de la revolución que huían espantados del país y sus propiedades eran intervenidas.

La relación recelosa entre el villismo y el zapatismo, de un lado, y el gobierno puesto por ellos, del otro, terminaría por convertir al gabinete de la Convención en prisionero de los primeros. En ese papel los funcionarios pequeñoburgueses, carentes ellos mismos de programa propio, oficiarían finalmente como saboteadores desde adentro del gobierno revolucionario. Hasta tal punto era así que la División del Norte seguía recurriendo a métodos clandestinos para financiarse, como el secuestro de ricos para cobrar rescate o el intercambio con Estados Unidos del ganado de las haciendas expropiadas para conseguir armas. En lo que refiere a las fuerzas de Zapata, la negativa del gobierno a proveerle de equipamiento militar era tajante, aunque disimulada con todo tipo de pretextos. Este doble poder no podía derivar en otra cosa que en un impasse, y esa parálisis fue minando el entusiasmo con que los trabajadores de la ciudad habían recibido a los ejércitos campesinos, al notar su inocuidad para reorganizar la sociedad y dar satisfacción a sus demandas más sentidas.

La ausencia de un programa de reorganización a escala nacional, producto de la incapacidad expresada en los dos grandes líderes campesinos para superar el regionalismo, se combinaba con la inmadurez política y organizativa de la clase obrera mexicana. El ala izquierda de la dirección sindical estaba compuesta por un anarcosindicalismo influenciado por el exiliado Ricardo Flores Magón, que además de ser una orientación pequeñoburguesa carecía de estructuración política propia. El proletariado estaba disperso por la geografía del país, y -a diferencia de casos como el de Petrogrado en Rusia- la Ciudad de México no era un centro de concentración industrial sino administrativo y comercial. La ausencia de intervención de los trabajadores como clase (los obreros que participaron de los ejércitos no lo hicieron como tendencia definida sino como individuos) impidió la conformación de una alianza obrero-campesina que permitiera a la masas ejercer ese poder que tenían en sus manos.

A ello hay que agregar la carencia de una dirección revolucionaria internacional. El momento más alto de la Revolución Mexicana coincidió con un retroceso de la lucha de clases a nivel mundial, en primer lugar por el estallido de la Primera Guerra Mundial -e incluso de la bancarrota de la II Internacional, cuyos partidos se lanzaron a apoyar las pretensiones imperialistas de las respectivas burguesías europeas. Era un momento bisagra de toda una época histórica. Cuando, un par de años después, la tendencia internacional se revierta y vire a un nuevo cuadro de insurrecciones populares -especialmente desde la Revolución Rusa- ya no habría punto de retorno en el reflujo de las masas mexicanas, a pesar de la tenacidad con la que libraron hasta la última batalla.

Así, el regionalismo campesino que obturó una centralización política determinó las condiciones para la posterior derrota en el campo militar. Ambos ejércitos revolucionarios mantuvieron sus centros de operaciones y abastecimientos en sus regiones de origen, especialmente Morelos al sur y Chihuahua al norte, en lugar de hacer de la capital su nuevo centro. Esta no unificación de las fuerzas combatientes y la ausencia de una visión nacional llevaron a Pancho Villa a desestimar la insistencia de su general Felipe Ángeles -el más importante militar de carrera que se había pasado al campo revolucionario y servía de manera destacada en el estado mayor de la División del Norte-, sobre la necesidad de perseguir con todas las fuerzas a las tropas en retirada de Obregón y Carranza para aniquilarlas en Veracruz, lo cual dejaría sin centro al resto de los focos enemigos contra los que se enfrentaban en toda la geografía del país. La ausencia de un programa nacional era en última instancia la ausencia de la lucha por el poder como perspectiva, más allá de la pelea por la tierra; y eso fue lo que terminó por dar la ventaja a la fracción burguesa que, a pesar de estar en retroceso, contó así con el respiro suficiente para reorganizarse y lanzar la contraofensiva. Radicados en uno de los puertos más importantes del país, Carranza y Obregón contaban con los ingresos aduaneros y con una vía despejada para el acceso de armamento y víveres, además de los recursos provenientes de los impuestos a la producción petrolera de Minatitlán y las exportaciones de henequén de Yucatán.

El reflujo

Estas fueron las condiciones políticas decisivas que inclinaron la balanza. La parálisis del gobierno de la Convención decantó rápidamente en una ruptura del ala pequeñoburguesa. El 15 de enero, un mes después de haber ocupado la Ciudad de México, el presidente Eulalio Gutiérrez y sus ministros se fugaban para ofrecerse al campo de Obregón, cuyas fuerzas recuperarían poco después la capital. Se iniciaba el reflujo, lento pero irresistible, de las masas que desde hacía cuatro años libraban una guerra civil sin cuartel. Si bien todavía casi dos años después los ejércitos campesinos mostrarían una emocionante vitalidad aún ya a la defensiva, como la toma de Torreón por Villa o la derrota que los pueblos de Morelos propinaron con métodos de guerrilla a la invasión del represor Pablo González, no habría ya punto de retorno.

Sin embargo, este proceso de reflujo a escala nacional coincidió con la mayor radicalización de la revolución allí donde esta más se había afianzado: el estado de Morelos. Las masas zapatistas expropiaron al capital y, a la par de completar el reparto de todo el territorio a los pueblos y consagrar la elección popular de las autoridades municipales, avanzaron en la puesta en producción de los grandes ingenios azucareros. Era en la práctica una estatización bajo control obrero de los resortes fundamentales de la economía regional. Los alcances y los límites de esta experiencia vuelven a reafirmar la noción histórica de Trotsky fundada en la ley de desarrollo desigual y combinado y la dinámica de la revolución permanente. En su carácter de proletariado agrícola, las masas de Morelos llegaron a motorizar una reorganización social por encima de la pequeña propiedad parcelaria e incluso comunal, y fueron mucho más allá de los principios enunciados en el Plan de Ayala. Pero en su carácter de campesinas no pudieron superar obstáculos que se les presentaron como infranqueables; especialmente porque la atomización productiva las llevaba a cultivar los productos que necesitaban para vivir, en lugar del azúcar que tenía su destino en el mercado nacional y mundial. Es decir que se toparon con la incapacidad para reorganizar plenamente su propia producción. Por eso el Estado-Comuna que erigieron no pudo ir más allá de su región ni cristalizar en un nuevo ascenso general. Los pueblos, órganos ancestrales de lucha y resistencia, se habían convertido en el canal de una organización independiente de la burguesía mexicana y de su Estado, que posibilitó la expropiación de los terratenientes y capitalistas de Morelos; pero la carencia de un partido obrero determinó que no tuvieran un vehículo para hacer de ello la base de la conquista del poder por los trabajadores de todo México. El Plan de Ayala podía dotar a los ejércitos campesinos de una clarificación de clase contra la corriente burguesa de la revolución, y permitió la confluencia entre el sur y el norte, pero no era un programa político para superar el regionalismo y erigir un nuevo Estado, obrero y campesino.

En el caso de la División del Norte, que otrora avanzara como una tromba de entusiasmo popular sublevando todo a su paso y confiscando las haciendas ganaderas, la reversión de los triunfos en el campo de batalla cortó la fuerza de atracción que ejercía sobre el sector radicalizado de la pequeñoburguesía y del movimiento obrero. Hacia ellos tendería un puente ahora la dirección burguesa constitucionalista, en simultáneo con su contraofensiva militar, con el objetivo de aislar política y socialmente al villismo y el zapatismo.

Ello fue factible además porque la tendencia nacionalista de Carranza contaba con un flanco izquierdo en la corriente que encarnaba Álvaro Obregón, cuya inclinación a conceder reclamos populares respondía además a la perspectiva de reinstaurar el poder por la vía de un bonapartismo que pudiera arbitrar en las disputas que desgarraban al país. Así se gestó una radicalización del constitucionalismo, que reflejaba en otro plano las conquistas que las propias masas impusieron con su lucha, a pesar de que empezaba a hacer mella el cansancio, el agotamiento de las batallas, y la desilusión política.

Una de las máximas expresiones de esta radicalización es la ley de reforma agraria dictada en enero de 1915, que disponía la anulación de las tierras que habían sido enajenadas ilegalmente a los pueblos durante el porfiriato; amén de sus limitaciones, era un viraje total respecto del Plan de Guadalupe y toda la política sostenida hasta el momento. Pero más decidida aún fue la política impulsada por Obregón desde la recuperación de la Ciudad de México, especialmente dirigida a consagrar el apoyo de los pobres y la clase obrera urbana; para una población diezmada en un distrito desabastecido, puso en pie “puntos de auxilio” en los que se repartían alimentos, vestimenta y hasta dinero. Para el financiamiento de estas actividades dispuso una contribución obligatoria por parte de los capitalistas y el clero, llegando al punto de apresar a aquellos que incumplieran. Favoreció además un pacto con la dirección sindical de la Casa del Obrero Mundial, sobre la base de algunas concesiones como el reconocimiento a la organización sindical y la jornada laboral de ocho horas, y la promesa de atender sus demandas. No era mera demagogia, sino una necesidad, y ello quedó probado con creces cuando a raíz de una huelga lanzada a inicios de febrero por el sindicato de electricistas, en la cual el gobierno constitucionalista intervino como mediador y se topó con una intransigencia patronal, resolvió la incautación de la Compañía Telefónica y Telegráfica Mexicana y entregó su administración a los trabajadores. Esta política allanaría la formación de los “batallones rojos”, reclutados por los propios sindicatos de la capital, para marchar con el Ejército de Operaciones de Obregón al encuentro de la División del Norte de Pancho Villa. Si bien importantes sectores del movimiento obrero rechazaron el acuerdo con el carrancismo, en términos generales proporcionó un apoyo fundamental en las nuevas batallas. Todas estas disposiciones expresaban también que, amén de su carácter burgués, el constitucionalismo contaba con una superioridad crucial por sobre el villismo y el zapatismo: su capacidad para reorganizar un Estado, un gobierno y un ejército.

Una vez más, podemos citar a Gilly para retratar la particular situación. “El fracaso en mantener el poder campesino en el centro político del país no se consuma con la entrada de un ejército contrarrevolucionario –como en la Comuna de París, en la comuna húngara de 1919, en el Berlín del enero de 1919- sino de un ejército que es el ala centrista de la revolución, que no viene a masacrar a las masas sino a hacerles concesiones, que para vencer con las armas ha tenido que radicalizar su programa plegándose a parte de los objetivos del enemigo y dándoles incluso una expresión formal más limitada, pero más clara”.[2]

La nueva constitución

No hay que exagerar sin embargo el sentido de la política desenvuelta por el constitucionalismo. Una vez derrotada la División del Norte hacia fines de 1915, el movimiento obrero buscó hacer valer su colaboración y levantó una ola de demandas en todos los sectores. Carranza respondió cada vez más con una ofensiva contra la organización gremial y el apresamiento de sus dirigentes; y el conflicto fue escalando hasta que estalló la primera huelga general de la historia de México hacia fines de julio de 1916. La acción culminó derrotada y con la disolución de la Casa del Obrero Mundial, pero –al igual que el exterminio de los antiguos aliados indios yaqui, a quienes habían prometido reconocer sus tierras- iba a hacer aflorar las contradicciones entre las tendencias que conformaban el campo constitucionalista y que buscaba consolidar nuevamente al Estado. Esto quedaría plasmado en el carácter de la constitución sancionada en Querétaro a principios de 1917.

El contexto en que se desarrolló el congreso que aprobó la nueva constitución no carecía de elementos. La División del Norte estaba deshecha, pero Villa seguía librando una lucha de guerrillas por amplias zonas. Una enorme “Expedición Punitiva” de tropas norteamericanas había cruzado la frontera con el fin de liquidar al líder campesino, tras el asalto de este a la ciudad de Columbus –la única invasión terrestre que sufrió en su historia del imperialismo yanqui-, pero se empantanó contra la resistencia popular que le opusieron las masas mexicanas, incluido el rechazo de Carranza (que finalmente encarnaba una fracción burguesa nacionalista). Los pueblos de Morelos resistían tenazmente desde los montes la sangrienta invasión “pacificadora” comandada por Pablo González, pero sufrían el peso de un creciente aislamiento político[3]. Los generales constitucionalistas Salvador Alvarado y Francisco Múgica, designados gobernadores de los estados de Yucatán y Tabasco respectivamente, disponían una serie de medidas sociales y políticas que reconocían numerosos derechos laborales y tendían a quebrar el poder de las oligarquías henequenera y hacendada; esta ala jacobina es la que presionaría internamente hasta que finalmente fue convocado el congreso constituyente de Querétaro.

Carranza pretendía hacer aprobar allí un texto de reforma de la constitución liberal de 1857, especialmente en torno a la organización política del país. Pero chocó inicialmente con la tendencia centrista encarnada por Obregón, y luego de manera decisiva con la izquierda jacobina que encabezaba Múgica, la cual terminó por reunir el apoyo de la mayoría y logró incorporar modificaciones sustanciales. Entre estas se cuentan libertades democráticas, derechos obreros y de las mujeres, la secularización de los bienes de la Iglesia y restricciones a su intervención política, la nacionalización de los minerales y el petróleo del subsuelo mexicano, la liquidación de los latifundios e incluso el reconocimiento de los ejidos campesinos (la forma moderna de propiedad comunal de la tierra). Esta constitución, que no dejaba de ser burguesa, expresaba -antes que las aspiraciones de la pequeñoburguesía jacobina- el saldo histórico que impuso una revolución popular y antiimperialista que barrió con los simientes del antiguo régimen. El viejo Estado de los terratenientes y la burguesía exportadora había sido destruido irreversiblemente. La burguesía que ascendería desde entonces, en buena medida usufructuando las conquistas de la revolución, no podría dejar de prescindir de este puente hacia las masas. Lo experimentó el propio Carranza, que intento sin éxito “depurar” el texto constitucional un año después.

Las vicisitudes del proceso revolucionario aún depararían combates importantes, flujos y reflujos, pero en lo fundamental puede trazarse aquí un balance. Es de este equilibrio del cual parte toda la historia posterior de México. La misma suerte de Venustiano Carranza lo ilustra. Hacia 1920, de cara a las elecciones presidenciales, habiendo consumado el asesinato de Emiliano Zapata y la rendición de algunos de sus colaboradores pero con un pueblo que seguía resistiendo, con Pancho Villa como guerrillero en el norte, enfrentado por sucesivas luchas obreras; Carranza terminaría derrocado y asesinado cuando huía de la Ciudad de México tras un levantamiento impulsado por su antiguo aliado, Álvaro Obregón, quien entonces se postulaba a presidente contra el candidato designado por aquel. En términos generales, el jefe del constitucionalismo no representaba el compromiso entre las distintas alas triunfantes de la revolución, corporizado en la constitución de Querétaro, sino solo una de las tendencias que entonces chocaron; por eso fracasó en su insistencia por recomponer un poder burgués que no dependiese de las concesiones a las masas. Era el centrista Obregón quien expresaba ese compromiso; así logró encausar a su favor el enorme descontento de los distintos sectores hacia el carrancismo, y erigió su gobierno bonapartista.

El historiador Manuel Aguilar Mora concluye que la revolución había originado una una nueva relación de fuerzas en el país, que no podría ser liquidada a pesar de la represión sangrienta al zapatismo y el villismo. “Ante esta dura derrota política de la burguesía, el proyecto democrático-burgués representado por Carranza no logra sustanciarse. La burguesía, sin haber desaparecido ni mucho menos, como clase social se encontraba a la defensiva, de ninguna manera capacitada para gobernar”. El trabajo revolucionario del campesinado había sido aprovechado políticamente por la fracción de origen pequeñoburgués de Obregón y los militares jacobinos, como una “capa intermedia (que) prevaleció como capa hegemónica en una situación en que las clases fundamentales estaban agotadas o carecían de proyectos realistas y realizables. Sobre los cadáveres, de un lado de Zapata y Villa, y de otro de Madero y Carranza (…) representaban los guías de una nación en el impasse”. “Liquidados Zapata y Villa (…) representaba, a los ojos campesinos, por lo menos una garantía contra la restauraci6n burguesa abierta. Sin duda, es en esta dialéctica de la derrota-victoria parcial del campesinado en donde se encuentran todos los enigmas posteriores de la revolución y su principal consecuencia, el nuevo ‘Estado revolucionario’”[4]. Todo este cuadro social determinaría años más tarde la experiencia nacionalista de Lázaro Cárdenas, él mismo joven miembro de esta ala jacobina de la revolución, pero ese proceso queda fuera del alcance de este artículo.

La Revolución Mexicana de 1910-1920 concentró todas las tensiones de la etapa histórica que se abría. La potencia arrasadora y la creatividad revolucionaria de las masas mexicanas, que barrieron todos los obstáculos a su paso, son desde entonces un patrimonio de la lucha los explotados de América Latina. Los límites que no pudieron superar reafirman la tarea histórica ineludible y apasionante de construir una organización política propia, un partido de combate de la clase obrera, que unifique en un programa socialista a los trabajadores del campo y la ciudad en la lucha contra el capital y el imperialismo, para encausar una reorganización social sobre nuevas bases.

[1] Gilly, Adolfo. La revolución interrumpida, Ediciones El Caballito, México D.F., 1971; pág. 139
[2] Gilly, A. Ídem; pág. 177.
[3] Dice Gilly: “mientras los zapatistas organizaban su estado en escala local sobre las asambleas campesinas, la burguesía organizaba el suyo en escala nacional y rodeaba por los cuatro rumbos al estado campesino”. Ídem; pág. 274.
[4] Aguilar Mora, M. “Estado y revolución en el proceso mexicano”, en Interpretaciones de la Revolución Mexicana. Editorial Nueva Imagen, Ciudad de México, 1994; pág. 126.