Cultura
2/12/2021
La barbarie de la civilización en “La jaula de los onas”, de Carlos Gamerro
Una crítica profunda de la expoliación indígena en la última novela del autor.
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“Se agarraba a esos harapos malolientes como si fueran su tesoro más preciado. Pero lo eran, lo eran: eran todo lo que le quedaba. Cuando se los sacamos le arrancamos el alma, y solo le dejamos ese cuerpo desnudo, y limpio, y peinado; ni siquiera la tierra que llenaba sus arrugas le habíamos dejado. Hacía bien en chillar, y pelear, y morder la india vieja. Hay momentos en que uno se agarra a lo que sea, a su locura, a su vicio, a su mugre, como si fueran las propias entrañas; no porque sea valioso, no porque sea útil, sino apenas porque tiene que haber algo que no puedan sacarte”.
En 1889 París era puros preparativos para la realización de uno de esos eventos en los cuales la modernidad capitalista intentaba construir su imagen de progreso ilimitado: la Exposición Universal. La Argentina llegaba a ella enancada en la opulencia que la especialización en el comercio de carnes y productos agrícolas le había asignado. Un hecho específico sucedido durante la exposición, los distintos relatos que sobre él se construyeron y, fundamentalmente, las lecturas que sobre ellos hizo Carlos Gamerro desde 1980 para acá, fueron dándole forma a La jaula de los onas, la novela recientemente editada por Alfaguara. En ella el autor hace una crítica profunda de la Argentina pretendidamente opulenta, de su cultura (militante tanto en el snobismo de las luces de allá como de la represión de lo oscuro de acá), de su identidad inventada a fuerza del saqueo y la expoliación indígena y, necesariamente, montada en exterminios en nombre del porvenir; pero también del imperialismo y su colonialismo exhibido, de los saberes del poder, tan positivistas como ignorantes, del comercio de todo lo que se mueva -o mejor, de todo lo que pueda ser movido. Todo eso con ese estilo tan particular y muy propio de Gamerro, en el cual conviven tramas complejas que parecen simples, personajes que pueden ir (y lo hacen) de lo profundo de lo humano a lo más superficial de la reproducción automática de lo social, bajo el foco de una mirada ácida y un humor filoso sobre las distintas realidades, la cultura y la política argentinas.
En el comienzo del “nosotros”
¿Qué hay en el comienzo? Un hecho: un grupo de selk-nam, que eran exhibidos en una jaula en la Exposición Universal y presentados como “antropófagos patagónicos”, logró huir. Ocho de ellos fueron pronto capturados y devueltos a las que estaban dejando de ser sus tierras. El restante vagó por Paris y recorrió Francia -y parte de Europa según algunas versiones-; luego regresó a la Patagonia por sus propios medios. Este es el puntapié inicial, el detalle que se hace literatura, con el que Gamerro construye una novela que tiene de todo: una amplia y evidente investigación previa de la cual se sirve para crear (muy) distintos narradores que llevan al lector a una desafiante pluralidad de géneros literarios que, a su vez, arman una trama tan bien urdida que parece no dejar nada afuera.
En el primero de los 19 capítulos que componen esta larga novela, Gamerro recurre al género epistolar. En él, Marcelo le escribe cartas a Jorgito, su amigo y próximo cuñado, desde París. Esas cartas construidas en la novela son un documento fantástico (en el doble sentido del término) del viaje colonial de fines del siglo XIX. Durante ese mismo siglo, ese periplo fue hecho por los grandes hombres de la patria: Sarmiento, Alberdi, Belgrano antes y las cartas un muy buen modo de dejar constancia de ese ir hacia las luces. Los herederos de esos grandes hombres hacen su propia travesía y escriben cartas que en la pluma de Gamerro desnudan el lugar que la repetición tiene en la historia, de Marx para acá, como pura farsa. Marcelo es un bon vivant que viaja para hacer suya a París (y en especial a sus mujeres) dado que es “su lugar en el mundo”: “¡Por fin puedo hablar en mi idioma, por fin puedo estar en mi verdadera patria, en la ciudad que es la síntesis del mundo (…) No hace dos días que pisé por primera vez mi tierra natal (porque es sabido que se puede nacer parisiense en cualquier lugar del globo) y ya siento que sería incapaz de vivir si me prohibieran vivir en francés…”, confiesa Marcelo en cartas que no tienen respuesta, detalle no menor. No hay ida y vuelta porque no hace falta si, como en este caso, el objetivo es mostrar aseveraciones compartidas que están inmersas en el más profundo sentido común de esa oligarquía que quiere ser, a como dé lugar, europea. Aunque en Europa esos oligarcas no puedan dejar de ser vistos como simples “rastacueros”. En esa tensión expuesta a puro estereotipo y cliché por parte de Marcelo, aparece una muy buena crítica a esa clase social y también a la identidad en dos niveles: el nacional, donde el nosotros oligárquico no puede más de snob, ignorante y vulgar, y el masculino, en el ejercicio de una virilidad de fórmula y de una pedantería que dan vergüenza ajena. En eso radica gran parte del mérito de Gamerro: la lograda crítica que alcanza es absolutamente literaria, produciendo la distancia entre lo criticado (por y a través de lo escrito) y el lector (en el acto de lectura).
El resto de los capítulos también explotan al máximo lo esperable de cada género con un evidente trabajo en el decir de cada uno. Hay un relato de aventuras y en él se narran las de un viaje que, con una carga especial, va hacia París. La carga era “una familia completa de antropófagos fueguinos con sus armas y sus pieles que un empresario circense llevaba a París para mostrarlos en la Exposición Universal”. Las peripecias en el trayecto fueron varias pero fundamentalmente una: un principio de incendio producido por los aborígenes intentando cocinar la carne cruda que les daban para comer. Porque no sólo no eran antropófagos sino que además cocinaban las carnes que comían… El fuego fue apagado pero el descubrimiento de los aborígenes a bordo implicó un volver a recorrer todas las transformaciones sobre la alteridad: exotización, negocios varios y explotación salvaje. Primero al ser objetos para ver, registrar y registrarse junto a ellos por parte de los pasajeros en la cubierta; segundo, al descubrir el negocio de cobrar por esas fotos por parte de quienes eran dueños de esa “carga” y, finalmente, la explotación del cuerpo de las indígenas para la satisfacción del deseo de ultraje de la tripulación y de todo el que pague. La aventura, el exotismo y el encuentro entre culturas que se produce en el barco encuentran una base en un imaginario mercantil -parte fundamental de la ideología burguesa- que aparece como resolución/explicación/superación de todo. Los negocios que la presencia descubierta de los indígenas generó también dieron pie al reconocimiento de la justicia de “pagarle” al cacique por lo que se les hacía a los miembros de su tribu. Se lo debía “compensar por los daños ocasionados”, mostrando con particular ironía ese reconocimiento entre pares, cuando son patrones, y ubicando al cacique en el lugar de tal.
Hay otros representantes de ese “nosotros” en la novela. Algunos incluso llevan al extremo la ambivalencia que implica el humanitarismo feroz que en forma de misiones religiosas se destinó como proyecto de inclusión de los indígenas. Proyecto duro y cruel pero que en el contexto de exterminio directo lanzado por las autoridades argentinas y chilenas aparecía como algo bueno… Pero sin dudas hay uno que ocupa la cima de esa jerarquía imaginaria: el peor de todos los peores. Aparece como protagonista de un capítulo en el cual se repone una situación de interrogatorio, sin preguntas explicitas, en la cual debe dar cuenta frente a las autoridades belgas de haber organizado el viaje y ser el dueño de la idea de exhibir salvajes en una jaula en la Exposición Universal. El largo soliloquio del personaje que no repone su nombre adquiere en la novela el estatus de un discurso claro y concreto, jactancioso y sin ningún atisbo de culpa. Este personaje desmenuza el sinfín de oportunidades que para las mentes abiertas había generado la decisión de parte de los nuevos dueños de la tierra de extender la explotación agrícola y ganadera. Fundamentalmente hace foco en todos los pequeños negocios que produjo la necesidad de expulsar a los indios de esas tierras. Así aparecen el pago que los empresarios habían establecido por cada par de orejas de indio -como signo del trabajo cumplido- que debió ser dejado de lado porque los asesinos descubrieron una oportunidad extra al sacarle algo a los indios a cambio de arrancarles las orejas, sin matarlos, y cobrar luego por ellas. Al poco tiempo los indios pasaron a ser un negocio, ahora vivos, pero siempre fuera de sus tierras. En ese caso quien pagaba por indio vivo era la iglesia, que a su vez recibía mucho dinero por tener sus misiones llenas, generando una nueva especialización en las bandas de asesinos que pasaron a ser “arrieros” y así… Ese es el marco en el que este entrepeuner tiene una visión: exponerlos como hombres de la edad de piedra en la misma Torre Eiffel. Un delirio pero que con la dosis justa de mística capitalista se transforma en una típica oportunidad comercial.
El soliloquio es un repaso muy logrado por todos los lugares comunes del discurso del burgués de acción, de aquel que ha hecho carne la iniciativa comercial. Pariente lejano de los entrepeneurs de ahora o demostración de los de siempre, es lo mismo, el discurso condensa una descripción indiscutible en sus rasgos de lo malo del presente de esos otros a los cuales, de alguna manera, él salvó y nadie le agradece (cruel ironía). Sostiene que los indios hubieran sido asesinados si seguían en esas tierras de muerte, lo cual tiene mucho de cierto. Sostiene, también, que todos hacían sus negocios con ellos, lo cual es innegable. Sostiene, con énfasis, que si está mal reducir a personas a la esclavitud deberían avisarles a las autoridades belgas para que dejen de hacerlo ellas también, cosa con lo cual solo se puede acordar. De esta manera el personaje asume su papel en esta historia mostrando en cada intervención que nadie puede “tirar la primera piedra” y que todos han hecho su propio negocio con los indios: imperios, estados, empresarios, la iglesia, etc., etc., etc.
En el siempre presente de “los otros”
Kalapakte sube por la Torre Eiffel, en plena construcción, buscando un punto de mira que le permita ver su tierra, para volver a ella. Allí se cruza con Karl, un obrero que trabajaba en la construcción de la torre. Ese será el encuentro entre los protagonistas de la novela. Ambos, un indígena que escapa de la jaula en que lo exhibían y un obrero anarquista que empieza su propio trayecto, van a confluir en sus “caminos opuestos y simétricos”. Allí en esa colosal mole de metal se empieza a conjugar una relación que lo tendrá todo: camaradería, política, aventuras y esa búsqueda de la libertad que incluye hasta la sexual. El encuentro entre ambos pone en escena que ante tanta pedantería delirante de los saberes pretendidamente científicos de la época es Karl, un obrero -que se mal gana la vida colocando remaches en la torre- el único que realmente entiende qué es Kalapakte y qué hace realmente allí: “era evidente que yo estaba ante un representante de uno los tantos pueblos coloniales exhibidos en la Feria, encerrados en una jaula como fieras”.
El periplo de ambos comienza por Paris. Allí con Josef, amigo de Karl, recorrieron todos y cada uno los lugares en los cuales se produjeron las luchas callejeras de la Comuna veinte años atrás. Josef evocaba su pasado como comunero, sus luchas y haber superado el terror burgués más terrible. Ahora se dedicaba a la antropometría, uno de los tantos delirios cientificistas de la época que si bien podía identificar de dónde venía Kalapakte para lograrlo éste debía aceptar que le corten la cabeza, la hiervan y luego la comparen con otras que ya habían pasado por el mismo proceso…
En su búsqueda por dar con el lugar de origen de Kalapakte, y luego de un sinfín de aventuras en un viaje por el Polo Norte, ambos terminan en EE.UU, en Chicago más precisamente, trabajando con Franz Boas que por entonces estaba dedicado a crear “una antropología moderna y verdaderamente científica”. Allí conocerán a Vera, en una fiesta a beneficio de la huelga de la Compañía Ferroviaria Pullman. Vera los llevará a la organización de huelgas y a entender y practicar el amor de a tres. Las aventuras políticas del trío despiertan una simpatía inevitable, pero Gamerro se permite también mostrar los límites políticos de la acción desbordada del atentado.
Sin Vera, el viaje continúa hacia estas tierras y los tendrá como participantes y hasta organizadores, queriéndolo o no, de la huelga de inquilinos en 1907. Sin dudas el sainete, género elegido para narrar esa parte, es de lo mejor de la novela y se muestra como un buen resumen del libro en un aspecto fundamental: la solidez de lo literario es lo que permite que la historia, la crítica y la política sean aún más importantes.
Espejos materiales
El libro continúa con las derivas de todos los personajes tanto del nosotros oligárquico como los de la alteridad reprimida y perseguida y para ello otros géneros literarios servirán de base para terminar de contar esa historia que no tiene fin.
Hay libros que te agarran de la solapa, te increpan, te fuerzan a su lectura. Otros, en cambio, se alejan y la lectura es el puente que permite acercarlos. La jaula de los onas es un tipo de libro muy especial, es de esos que se parecen a un encuentro con alguien agradable que sabe de lo que habla y lo cuenta con la precisión propia del que sabe mirar, oír, leer y por eso sabe escribir. En sus páginas circulan desmenuzados y vueltos caricaturas de sí mismos los rasgos más destacables de lo peor de la cultura argentina, sus discursos esencialistas, el snobismo, la pretensión perpetua, la pedantería de una sociedad que se ha armado así misma con esos rasgos como base. Es ese sentido común la trama que desteje Gamerro para mostrarla tal cual es y que se obstina en reaparecer en sus formas más variadas de saber o, de lo que es casi lo mismo, de docta ignorancia como la de creer y sostener, por caso, que los argentinos vienen de los barcos.
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