Cultura
16/6/2021
Oslo, en HBO: ¿sionismo con rostro humano?
El debut cinematográfico de Barlett Sher, sobre los acuerdos secretos entre la OLP y el Estado de Israel en 1993, los convierte en un drama interpersonal a gusto del imperialismo norteamericano.
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Los acuerdos de Oslo son un hito histórico en la historia del conflicto entre Palestina e Israel. Casi 30 años después, las consecuencias del “fracaso” en el cumplimiento de los compromisos alcanzados aún se resienten en la escalada de violencia en Medio Oriente, que tuvo este año un nuevo pico. Recientemente estrenada en HBO, Oslo tematiza sobre aquellas reuniones secretas, aunque centrando su narrativa en un drama personal en donde se siente con fuerza la descontextualización y deshistorización de los hechos tratados. Los bombardeos en la franja de Gaza y la masacre sobre el pueblo palestino, presentes con imágenes de archivo televisadas para nuestros protagonistas, son solo el telón de fondo de un drama interpersonal, donde conquistar la paz tiene por único obstáculo “la capacidad de conectar con el otro”.
Estrenada el 31 de Mayo en la plataforma HBO, la película es el debut del director teatral Barlett Sher en la pantalla chica. Oslo es la adaptación televisiva de la galardonada obra de teatro del mismo nombre, dirigida también por Sher en Broadway y creada por el dramaturgo J.T. Rogersen en 2017. El film se concentra en las negociaciones secretas que el gobierno israelí y la Organización por la Liberación de Palestina (OLP) llevaron adelante durante principios de la década del ’90. Con la directiva de la OLP exiliadas en Túnez y la prohibición de cualquier funcionario israelita de reunirse con representantes palestinos, las reuniones intermediadas con Estados Unidos se encontraban en un impasse.
En este contexto, Terje Rod-Larsen (Andrew Scott), un sociólogo y director del “think tank” de la Fundación Fafo, y Mona Juul (Ruth Wilson), una diplomática del Ministerio de Asuntos Exteriores de Noruega, se insertan en el conflicto intentando crear un “canal trasero” entre las partes, donde priorice la empatía y la identificación entre las partes contra las virulentas y estancadas reuniones con Norteamérica. El plan es establecer una mesa de diálogo sin intervención internacional, donde ellos solo serán “facilitadores” del proceso. Con esta lógica lograrán que ambas partes envíen representantes a Noruega, que serán los encargados de elaborar la declaración de principios entre el gobierno israelita y la OLP: los profesores de la Universidad de Haifa, Yair Hirschfeld (Dov Glickman) y Ron Pundak (Rotem Keinan), el Ministro de Finanzas de la OLP Ahmed Qurei (Salim Daw) y el enlace con la OLP, Hassan Asfour (Waleed Zuaiter).
El ambiente es tenso y jovial a la vez. La estrategia de “facilitadores” de Mona y Terje consiste en dejar convivir a palestinos e israelíes, en un ambiente amigable de alcohol y comidas, mientras elaboran sus diferencias. De un momento a otro los negociadores pasan de coléricas denuncias de crímenes bélicos a estallar en carcajadas fraternales por una broma cómica, frente a la mirada paternalista de los anfitriones. Luego de una primera ronda, los israelitas serán reemplazados por jugadores de mayor peso, el Director General del Ministerio Exterior Uri Savir (Jeff Wilbusch) y Joel Singer (Igal Naor), el consejero legal del gobierno. Con el acuerdo siempre al borde del colapso por las reyertas de ambas facciones, son “los facilitadores” quienes volverán a encauzar las negociaciones, recordándoles que “están solos en lograr la paz que nadie cree que puedan alcanzar”, instándolos a reconocerse en el otro. Finalmente, quienes terminan de ultimar los detalles del acuerdo, en una extensa jornada telefónica, serán Shimon Peres (Sasson Gabay), Ministro de Asuntos Exteriores israelí, y Yasser Arafat, representante de la OLP ¨-quien, desde el exilio, es mencionado constantemente pero nunca visto durante el transcurso del film.
Mantener la tensión, ni hablar de retener el interés, sobre la acción resumida en un puñado de personajes hablando a través de una mesa no es una tarea para nada fácil. Para ello, Sher no escapa a las raíces teatrales de la adaptación. Acalorados argumentos encuadrados con ambas partes enfrentadas, tomas de cámara alrededor de la mesa de debate o en la que comparten el descanso acentuando con primerísimos planos y una saturación lumínica la tensión y claustrofobia de la discusión en que se encuentran o aliviando el clima en un momento de relajo, acentuando el texto de cada escena. Tales son algunos de los recursos utilizados, que hacen pensar en una mejor interpretación en su versión original.
Utilizando estos recursos es donde está su mensaje final, haciendo hincapié en el aspecto “humano” y dónde brillan más las estelares actuaciones. Las mejores escenas son las de comunión, donde se encuentran en el recuerdo de un familiar, en el disfrute de la comida noruega o compartiendo una bebida, cuando las diferencias frente al conflicto parecen encontrar una salida. La tesis entonces es que logrando entendernos como personas, por nuestras experiencias comunes, podemos superar nuestras diferencias. Pero esta mirada tiende a plantear los acuerdos como un deseo egoísta. La motivación de Mona y Terje parece responder más a una necesidad de cierre de sus propios traumas -al ser testigos de la muerte de los jóvenes de ambos bandos, obligados a enfrentarse, en Gaza. En vistas de la situación actual, esta mirada parece, cuando menos, inocente frente a la lectura del conflicto. Con todo, la presunción de inocencia se esfuma rápido: la producción de la película corre por cuenta de un conocido propagandista hollywoodense del sionismo, el director Steven Spielberg.
Este enfoque, que crea un interesante drama personal, descontextualiza y despolitiza el trasfondo que llevó a los acuerdos alcanzados en Oslo. La Primera Intifada palestina, la “revuelta de las piedras” de cinco años de enfrentamientos contra las asfixiantes condiciones sociales generadas por la ocupación israelí, es un elemento fundamental que llevó a la existencia de las negociaciones secretas -algo que es mayormente obviado por el film, salvo alguna mención al pasar.
Sher pareciera hincapié en que Oslo fue una oportunidad real de paz, un acuerdo final en sí mismo, perdida debido al rechazo de extremistas que llevaron al asesinato del primer ministro israelita y a la segunda Intifada. La idea final de Mona de que “los esfuerzos de los pueblos por conciliar sus odios, siempre serán recibidos por algunos con resistencia”, ignora las consecuencias y el significado de los tratados alcanzados.
Los acuerdos suponían el inicio de un “proceso de paz” sobre la base del reconocimiento del Estado de Israel, que fuera implantado artificialmente y a la fuerza después de la Segunda Guerra mundial, en un acuerdo entre el imperialismo y la Unión Soviética. Junto a ello, la OLP se comprometía a renunciar a la lucha por una Palestina única y laica (reclamo histórico de este pueblo y, hasta entonces, al menos de palabra, de la propia OLP). Se retomaba en ellos la propuesta de partición de Palestina en dos Estados, rechazada por el pueblo palestino -y con la instauración del Estado palestino a definirse en futuras negociaciones. El derecho al retorno de los palestinos desterrados (otra reivindicación histórica) y la situación de Jerusalén ocupada por los sionistas quedaban también para debates futuros (aunque el primer ministro israelí Rabin era claro en ese momento en su defensa de “una Jerusalén unida bajo soberanía israelí”). El optimismo de los representantes palestinos en el film sobre la posibilidad de esta salida contrasta con el sentimiento general real del pueblo oprimido, de rechazo a esa “solución”.
En los hechos, Oslo sirvió como base de legitimación del avance sionista sobre el territorio y de la cooptación de una parte del movimiento palestino en el esquema de dos Estados. El acuerdo significó el reconocimiento de la Autoridad Nacional Palestina, como un autogobierno en algunas ciudades, pero controlado por el sionismo. El gobierno de Israel mantendrá su control sobre los asuntos exteriores, de defensa nacional y fronterizo, lo que le permitió avanzar en la ocupación. La expulsión de los beduinos Jahalin o el “programa de Har Homa”, la construcción de asentamientos en la colina de Abu Ghnein, entre Jerusalén y Belén, son ejemplos del avance inmediato del Estado de Israel sobre el perímetro de la capital. La dirección palestina le entregó al sionismo la legitimidad para expropiar nuevos territorios y la construcción de estos asentamientos en las zonas aledañas al dominio directamente israelí, a cambio del control policial en los territorios de autogobierno. El “apartheid” instaurado en la región tiene como sedimento el acuerdo en Oslo.
El film se estrena en el marco del ascenso de la resistencia palestina, como quedó evidenciado en la primera huelga general que abarcó a todos los territorios, y en una respuesta aún más feroz por parte del Estado de Israel. Joe Biden ha llamado a declarar una “tregua” a los ataques de Netanyahu, planteando un giro en la política norteamericana orientada a fortalecer a la ANP para controlar la zona cisjordana, y aislar a Hamas, reflotando la propuesta de “dos Estados”.
Las virtudes de dirección de Oslo, su construcción sustentable como drama personal y el traslado con mayor o menor éxito de sus raíces teatrales palidecen cuando se atiende a la mirada histórica que vehiculizan. Embelleciendo el acuerdo de Oslo, la película acompaña el libreto del sionismo y del departamento de Estado yanqui, que buscan desactivar un alza popular palestina con potencial para radicalizar las luchas en Medio Oriente.
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