Editorial
Un año de gobierno de Alberto Fernández
Pandemia, pobreza, FMI e inflación.
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Una forma de juzgar a los gobiernos es verificar en qué medida lograron llevar adelante los principales ejes de su campaña. En el caso de Alberto Fernández, el eje excluyente fue “poner plata en el bolsillo de los argentinos”. Con ese concepto, transformado obsesivamente en leitmotiv de su campaña electoral, pretendía diferenciarse de la fallida experiencia macrista, que concluía sus días en un cuadro signado por una recesión económica de magnitud y un crecimiento de la pobreza y la indigencia. Para “poner plata en el bolsillo de los argentinos”, Alberto Fernández prometía, por un lado, una reactivación económica, que según sus palabras él “sabía cómo hacer” y, por el otro, aplicar una política que mejore la distribución del ingreso. Una condición necesaria para lograr esos objetivos era llevar adelante una reestructuración de la deuda, pero bajo condiciones que iba a poner el gobierno y no los acreedores. Con el principal de ellos, el FMI, decía que sería muy duro, ya que los préstamos realizados no habían sido para financiar al país sino a Macri. Por ello no admitiría ningún tipo de presión del Fondo. Más allá de las frases de rigor, estos fueron los ejes del discurso de su acto de asunción en Plaza de Mayo, que compartió con la actual vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner.
Promesa invertida
Es imposible no refrescar la memoria popular sobre aquella frase que prometía dar “el 20% de aumento a los jubilados con la plata de las Leliqs”. Una promesa literalmente invertida. Que el gobierno no se tomó muy en serio su principal promesa de campaña lo prueba que la primera medida adoptada fue suspender la movilidad previsional. Importa consignar que eso sucedió a fines de diciembre de 2019, antes del estallido de la pandemia. La aclaración es oportuna porque deja en evidencia una política de ajuste que más tarde sería justificada en nombre de la propagación del Covid. Tempranamente, Alberto Fernández se sumaba a la legión de gobiernos, como el de Bolsonaro y Macron, que pusieron su mayor empeño en aplicar recortes a los derechos jubilatorios. Casualidad o no, de paso, avanzaba en una de las mayores demandas estructurales que reclama el FMI, aunque presentada como una decisión propia y no como una imposición foránea. Para el jubilado que le robaron entre un 7 y un 17% de su aumento, la autoría intelectual es lo de menos.
Pero no han sido los jubilados los únicos a los que en vez de ponerle plata en su bolsillo se la sacaron. En la misma situación están los trabajadores que, a pesar de que su salario perdió capacidad adquisitiva, debieron comenzar a pagar el impuesto a las ganancias o, si ya lo hacían, fueron alcanzados con categorías más altas. También, desde ya, la inmensa mayoría de los trabajadores, salvo excepciones contadísimas, tuvo paritarias por debajo de la inflación. Aquí conviene hacer una precisión: las peores paritarias las tuvieron los trabajadores del Estado nacional, donde este actúa como parte patronal. El gobierno, así, se transformó en un factor de distribución regresiva de la renta nacional. Mientras escribimos esta nota, los residentes de hospitales nacionales paran porque hace dos meses no cobran. La medida confluye con el plan de lucha del resto de los trabajadores del Garrahan, que preparan nuevos paros de rechazo al ‘aumento’ del 7%, en un año cuya inflación estimada es 36%.
La cuestión de la desvalorización del salario y la pobreza se han entrelazado como nunca antes, lo que explica el salto enorme que ha llevado a que en la Argentina haya un 44,2% de pobres y un 10,1% de indigentes. Según un estudio del Instituto para el Desarrollo Social de la Argentina, la mitad de los salarios formales en el país está por debajo de la línea de pobreza. Desde ya que, si eso sucede con los salarios formales, la situación de los informales -un 40% aproximadamente de la masa total de trabajadores- es todavía peor. Se trata de un fenómeno que no es nuevo, sino que se viene profundizando en los últimos años bajo todos los gobiernos sin excepción. En la actualidad, el salario de un trabajador argentino medido en dólares se encuentra entre los más bajos de la región, cuando históricamente la relación era la inversa. Si se mide el salario mínimo, la situación es todavía peor: medido en los dólares alternativos, el salario mínimo de Argentina es cercano al de Haití.
Pandemia
La crudeza de esta realidad incontrastable, el gobierno pretende explicarla por el impacto de la pandemia. El argumento suena convincente, pero no resiste el análisis del método comparativo. Sucede que la pandemia ha afectado a una mayoría de países, en especial en América y en Europa, pero la caída económica y su impacto social ha sido en Argentina mayor que en el resto. La caída del PBI para el año en curso se estima en un 12% y su traducción en la destrucción de fuerza de trabajo ha sido abrumadora. Por lo pronto, la desocupación bien contabilizada ronda el 29%.
Frente a estas estadísticas elocuentes, el gobierno ensayó otro argumento. Dijo: “es cierto que la caída económica es mayor que en otros países. Pero elegimos la vida antes que la economía. La economía se recupera, la vida no”. Sin embargo, el paso de las semanas fue diluyendo también este relato. De modo creciente, Argentina fue acumulando contagios y muertes, al punto tal que en la actualidad estamos entre los países con peores resultados en el manejo sanitario de la pandemia. En el caso de los fallecidos, la cantidad por millón de habitantes es mayor que la de Brasil de Bolsonaro, un negacionista que rechazó todo tipo de restricciones al funcionamiento económico. Aunque las razones de este fracaso deben ser dilucidadas aún por medio del debate, es claro que la escasa asistencia del Estado, que fue menor a la del resto de los países de la región, fue diluyendo en los hechos una cuarentena que no tuvo como correlato un verdadero plan sanitario que tuviera como eje los testeos masivos y los protocolos en los lugares de trabajo. Los tests realizados nunca superaron los 35.000 diarios, mientras Inglaterra realizaba diariamente diez veces más. La crisis previa del sistema de salud también emergió de modo muy nítido, dejando expuesta la falta de profesionales, infraestructura y suministros. De hecho, Argentina también estuvo entre los países con mayores contagios entre sus profesionales de la salud.
La pandemia también puso de manifiesto una crisis habitacional de enormes proporciones, principalmente en la provincia de Buenos Aires, pero también en la Ciudad de Buenos Aires y en el interior del país. Mientras la publicidad oficial recomendaba lavarse las manos varias veces al día, centenares de miles de personas denunciaban que no tenían agua potable en sus viviendas. Fue lo que sucedió en la Villa 31 de la Ciudad de Buenos Aires y también en los centenares de villas que se propagan por todo el territorio bonaerense. El debate sobre si la culpa era de Vidal o del peronismo era por completo ocioso, porque obviamente la responsabilidad era compartida. Quienes nos han gobernado en las últimas décadas se alternaron en agravar las condiciones de vida de la población.
Economía
El manejo de la pandemia por parte del gobierno agravó sensiblemente la crisis económica precedente. Por un lado, la reestructuración de la deuda en default se hizo bajo condiciones mucho más onerosas que las previstas inicialmente. Los acreedores rechazaron durante meses distintas propuestas, hasta lograr una mejora de casi 16.000 millones de dólares. Durante ese lapso, sin embargo, el gobierno siguió pagando la deuda en dólares consumiendo por ello unos 5.000 millones de dólares de las alicaídas reservas del Banco Central. El recule ante los bonistas fue promovido por la propia Cristina Fernández de Kirchner y fue comprado sin fisuras por el Frente de Todos con el argumento de que la reestructuración sería seguida por un ciclo virtuoso de crecimiento. Lejos de ello, sucedió lo contrario: luego de cerrado el acuerdo, se intensificó la fuga de capitales y el salto de la cotización de los dólares alternativos, agravando las presiones devaluatorias e inflacionarias.
La política económica seguida por el empoderado Guzmán explica en buena medida lo sucedido. La emisión monetaria superior al 1,5 billón de pesos fue mayormente a los capitalistas bajo la forma de distintos tipo de subsidios, siendo el principal el ATP usado para pagar los salarios de las empresas. Ese dinero fue utilizado por los capitalistas para financiar su dolarización, que se hizo a expensas del fisco y de las reservas del Banco Central, que pasaron a registrar niveles negativos. En tiempo récord, el gobierno no solo entregó los ya mencionados 5.000 millones de dólares en pago de deuda sino que junto a ello vio evaporarse el superávit comercial logrado en buena medida gracias a la fulminante recesión. Mientras los economistas oficialistas repetían hasta el hartazgo que Argentina tenía un problema estructural de falta de divisas, frente a sus ojos se fugaban miles de millones de dólares desvalorizando la moneda nacional y agravando la inflación. Como pocas veces, la refutación de una falsa tesis ocurría de modo tan evidente sin que sus autores tomaran nota de su error.
Detrás de las presiones devaluatorias y el salto inflacionario que estamos viendo en estas semanas, se esconde un saqueo financiero del país de proporciones gigantescas. Una medida emblemática fue la autorización para dolarizar deuda en pesos para beneficio exclusivo de los fondos de inversión más grandes del planeta, como Templeton y Pimco. A ellos sí les pusieron plata en el bolsillo, y no pesos sino dólares.
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Otra vez, el FMI
Los fracasos económicos sucesivos llevaron al gobierno, a pocos meses de haber asumido, a buscar una tabla de salvación en un acuerdo con el FMI. Para favorecer esta operación política, la titular del FMI recibió antes la bendición del Papa, convertido en un operador internacional del pacto entre el gobierno y los acreedores. Dentro de los posibles acuerdos, el gobierno eligió en el menú el de “facilidades extendidas”, que requiere aplicar las llamadas “reformas estructurales” dentro de las cuales se encuentra la previsional. También prometió reducir el déficit fiscal de modo sensible, llevándolo incluso hasta un 3% del PBI. Para ello, el proyecto de Presupuesto 2021 incorporó una serie de medidas de ajuste, que afectan a los sectores populares de modo más agravado.
Así, en poco menos de un año, la promesa de “poner plata en el bolsillo de los trabajadores” fue mutando hasta convertirse en un ajuste clásico de los del FMI. La muy promocionada IFE fue pasada a mejor vida e incluso la ATP, a pesar del reclamo de varios sectores empresariales. La UIA, como siempre, quiere resolver la cuadratura del círculo y no puede. Pide pactar con el Fondo y ajuste fiscal, pero pretende mantener todos los subsidios que reciben sus empresarios. Junto a la eliminación de la IFE y el ATP sumaron los anuncios de tarifazos, para reducir los subsidios como pide el FMI, aumentos de las naftas a pedido de las petroleras y la reducción de los “precios cuidados”. Estos incrementos contrastan otra vez con los salarios, que el gobierno estimó aumentarlos en un 28%, cuando la inflación prevista para el año entrante rondará el 50% o más.
El acuerdo con el FMI, sin embargo, no pudo cerrarse a pesar de las mediaciones papales. Aunque alguna de las complicaciones puede ser el resultado del cambio de gobierno en Estados Unidos, lo más importante tiene que ver con la crisis local. La brecha cambiaria, que ronda el 100%, coloca sobre la mesa la cuestión de la devaluación que, según varias versiones muy verosímiles, el FMI requeriría para llegar a un acuerdo. En la lista de los que reclaman la devaluación se anotan los capitalistas agrarios, que retienen la cosecha a la espera de un salto del tipo de cambio y también otros exportadores que han venido armando fabulosos negocios subfacturando las ventas al exterior. Ahora bien, el golpe de una nueva devaluación, que Lavagna consideró “inevitable”, agravaría la recesión económica y tendría un efecto letal para quienes viven de su trabajo.
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Crisis política
Este pronto desgaste del gobierno y el fracaso evidente de todas sus premisas es el motor que alimenta la crisis política en marcha, que tiene su epicentro dentro del propio oficialismo. El temor a perder las elecciones, incluso, agrava la situación, porque dejaría en la mayor vulnerabilidad a Cristina Fernández de Kirchner, y a su camarilla más cercana, que está atosigada por causas judiciales en su contra. Esto explica que las disputas en el oficialismo se concentren en la cuestión de la Justicia y no en los temas económicos, donde el kirchnerismo ha validado todas las medidas de ajuste adoptadas e incluso en varios temas las ha promovido. Guzmán, el ministro de la Universidad de Columbia, es hombre directo de Cristina, no solo de AF. La polémica en torno de la designación del procurador se inscribe dentro de estos choques, en los que la oposición quiere meter la nariz, apoyando al candidato de Alberto Fernández, sabiendo que eso lo enfrenta con la vicepresidenta. La cuestión de las causas de corrupción se ha transformado en un factor que alimenta las crisis políticas en la región, como lo prueban las recientes y sucesivas de Perú y, más atrás, la destitución de Dilma y la proscripción de Lula en Brasil, o también la división del oficialismo en Ecuador, donde Lenin Moreno encarceló al vice y proscribió a su mentor Correa. La disputa de la corrupción coloca en cuestión la sobrevivencia de sectores enteros de la clase capitalista porque afecta la distribución de negocios fundamentales que requieren de decisiones de los gobiernos. Para el imperialismo yanqui en la región, las llamadas causas contra la corrupción ocupan en la actualidad el lugar que antes tenía la lucha contra el narcotráfico para influir en gobiernos y determinar cambios políticos. Uno de los temas principales son los choques con China por el control de América Latina.
Ante esta crisis interna, el gobierno de Alberto Fernández no muestra reflejos. No ha logrado estructurar una fuerza interna propia ni está claro que lo quiera hacer. Oscila entre el pejotismo y el kirchnerismo, sin conseguir de ninguno un respaldo categórico. Su empantanamiento quedó reflejado en su incapacidad para emitir un comunicado sobre las elecciones de Venezuela, mostrando que está paralizado por una oscilación entre el seguidismo al Departamento de Estado, que se intensificado con el triunfo de Biden, y el apoyo al régimen fraudulento y represor de Maduro.
Ese ha sido el rumbo de la política exterior del gobierno. Se mantuvo en el Grupo de Lima y tuvo pronunciamientos de apoyo a la condena de la ONU a Venezuela por la situación de los Derechos Humanos. Con el argumento de conseguir apoyo en la negociación con los bonistas se abrazó con el criminal Netanyahu, con Macron, con Merkel. Trabó compromisos con el gobierno de Trump, en el medio de la rebelión popular en Estados Unidos. En los últimos días se reunió con el derechista Lacalle Pou y después de una reunión de una hora con Bolsonaro declaró que lo único que “nos divide” es el fútbol. Al mismo tiempo que acompañaba a cruzar la frontera a Evo Morales después de su triunfo electoral.
Otro ejemplo de las oscilaciones es lo ocurrido con las Paso. Junto con los gobernadores se ha pronunciado por la suspensión de las internas obligatorias, pero ha chocado, al menos por ahora, con la oposición del kirchnerismo.
Pronóstico
Estos choques internos son el resultado de los fracasos del gobierno, pero a la vez los fracasos se intensifican por los choques. La envergadura de la bancarrota económica reclama un gobierno fuerte, pero en lugar de ello hay un gobierno débil y dividido. La capacidad de ejercer un verdadero arbitraje está cuestionada, ya que revela de modo público que no puede hacerlo ni siquiera al interior de su propia fuerza política. El único punto a su favor, desde el punto de vista de la clase capitalista, ha sido su capacidad de contención de los trabajadores, evitando acciones de masas generalizadas contra el ajuste en marcha. Teniendo por delante un pacto con el FMI, ese hecho no es poca cosa. Pero el desarrollo del movimiento piquetero independiente, las tenaces luchas en pandemia en las peores condiciones y el reguero actual de luchas salariales muestran una clase obrera argentina que tiene con qué darle batalla y que presiona para quebrar el cepo de la burocracia sindical. Hay allí un gran desafío para el clasismo.
El gobierno de Alberto Fernández se presentó de entrada como un ensayo para evitar que las rebeliones populares que recorren América Latina se expresen en la Argentina. De lograrlo, cree que puede jugar un papel regional valioso para Estados Unidos. Pretendió y aún pretende venderle al imperialismo ese papel de contención, a cambio de lograr un acuerdo rápido con el FMI.
Sin embargo, la envergadura de la crisis nacional y el ajuste que se quiere asestar a los trabajadores planteará una y otra vez la posibilidad de superar esa contención por medio de luchas crecientes de los trabajadores. El desafío del Partido Obrero y del Frente de Izquierda será ayudar a los trabajadores a superar esta nueva experiencia del nacionalismo burgués desarrollando una alternativa política obrera y socialista.
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