Políticas
27/4/2021
El salto del blue insinúa una nueva corrida
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Nadie puede sorprenderse por el salto en la cotización del dólar blue de la última semana, en la cual trepó un 11%. Los motivos de esta tendencia alcista que insinúa una nueva corrida son múltiples, pero en definitiva son expresión de las contradicciones y el carácter usurario de la pax cambiaria, que era exhibida como un triunfo del gobierno tras la estampida de octubre.
El rebrote de las tensiones cambiarias, es importante destacarlo de entrada, no se da en medio de una escasez de dólares en el país sino de precios altísimos de la soja y el maíz, que generan un ingreso de divisas que algunos estiman que podría llegar a ser de hasta 15.000 millones de dólares mayor a lo esperado. Con ese margen, y el anuncio de que el FMI girará fondos a todos los países miembro, el gobierno se ilusionó con sostener la estabilidad durante el año, postergar el acuerdo con el Fondo para después de las elecciones, y “pisar” al dólar para restar incentivos a la inflación.
Pero la liquidación de la cosecha a precios altos no dio lugar a una ampliación sustantiva de las reservas internacionales del Banco Central. Entre el pago de la deuda externa -fundamentalmente intereses al FMI- y las operaciones usurarias de la venta y recompra de bonos para mantener a raya los dólares financieros (llamados bolsa y contado con liqui), se consumieron casi todas las compras de divisas de la entidad. Esto tiene dos efectos negativos.
El primero es que en la medida que no crecen las reservas sigue la incertidumbre sobre qué pasará con los vencimientos que el gobierno debe afrontar con el Club de París y el FMI por cerca de 7.000 millones de dólares en lo que queda del año. Es lo que refleja además el riesgo país en torno a 1.600 puntos y la cotización en niveles de default de los bonos canjeados en año pasado. Es en estas condiciones que el tipo de cambio refleja las presiones del mercado por un pronto acuerdo con el Fondo Monetario, que sirva de garantía de repago.
El segundo efecto es aún mas educativo, porque refleja el contenido parasitario y contradictorio del plan oficial. Resulta que una de las principales medidas que tomó Martín Guzmán desde octubre fue reducir la emisión monetaria, es decir la impresión de billetes para cubrir el déficit fiscal, lo cual logró estos meses mediante dos vías: ajustando en el gasto público y financiándose con endeudamiento en pesos. Para tentar a los fondos de inversión a renovar los títulos que vencían y tomar más, Economía indexó los nuevos bonos a la inflación, e incluso fue subiendo cada vez más la tasa de interés. Pero el fracaso en dos licitaciones sucesivas sacó a relucir que el problema no hace si no replantearse.
Esto porque la mayor parte de esa deuda en pesos está en manos de Pimco y Templeton, dos gigantes de las finanzas cuyas tenencias superan las de todos los bonistas locales sumados. Estos fondos, paradójicamente, encontraron que el planchazo del contado con liqui les ofrecía una vía barata para pasarse a dólares, vendiendo los bonos en pesos en su poder o cobrando los vencimientos. Solo Templeton ya sacó del país unos 630 millones de dólares en lo que va de 2021. Es lo que el gobierno había querido evitar el año pasado, cuando les armó una subasta a medida de 1.500 millones de dólares, lo cual también influyó sobre las reservas. Es como el perro que se muerde la cola.
Esta situación desmiente la premisa oficial acerca de que el hipotecamiento en pesos es inocuo. Depende del nivel de usura que ofrece a los especuladores, de manera que va creando una bola de nieve (tiene que colocar más de lo que vence) que amenaza con desmadrarse por la deriva inflacionaria, a la cual está indexada. La corrida cambiaria es por lo tanto un posibilidad latente alimentada por el propio gobierno, postrado ante el capital financiero internacional. Es lo que señalamos cuando advertimos que la aceleración de la inflación tendía a hacer naufragar todo el “plan Guzmán”.
Hay otros indicios de la precariedad de la situación. La baja cotización del dólar oficial también incentivó las importaciones, que a su vez crecen necesariamente como producto de la reactivación productiva tras el parate del 2020. Esto redundó en que en marzo la balanza comercial -el saldo entre lo que se exporta y lo que se importa- cayera a un tercio en comparación con el año pasado, a pesar de los altos precios internacionales de la soja. Todo eso cuando el gobierno fija trabas en las compras al exterior, por las cuales unas 500 empresas radicaron demandas judiciales. Las automotrices, de hecho, condicionaron sus anuncios de mayor producción para exportación a que les habiliten importar vehículos para el mercado local.
Como es evidente, la estrategia oficial depende de que el capital agrario siga liquidando la cosecha, pero el atraso del tipo de cambio genera la reacción inversa: las cámaras aceiteras y cerealeras han empezado a advertir a los funcionarios que, en este escenario, una vez que se hayan cubierto los costos las empresas optarán por acopiar los granos a la espera de una devaluación que optimice sus ganancias, o al menos se los compense con una baja de las retenciones. Esta última variante es compleja, cuando los derechos que se cobran sobre las exportaciones pasaron en un año a representar del 12% al 20% de la recaudación fiscal. Así las cosas, es probable que en julio se cierre la canilla del ingreso de divisas por la soja.
El punto es que una devaluación amenaza con hacer estallar por los aires todo el esquema. Una depreciación del peso recalentaría la inflación, cando ya el 13% del primer trimestre vuelve inverosímil la meta oficial del 29% anual. También sumaría más presión sobre un tema sensible como las tarifas, cuando se revela que los subsidios dolarizados del Plan GasAr no garantizan una mayor inversión de los pulpos petroleros que permita reducir el déficit energético del país.
El aspecto ilusorio de la política económica radica precisamente en esta dependencia del gran capital financiero, agrario e industrial. Es en estas condiciones que el mercado cobra la factura del intento de retardar el acuerdo con el FMI, porque el organismo funciona como garante del rumbo económico que se seguirá en adelante. Es para compensar esta presión que el gobierno se aferra a su compromiso de achicar el déficit fiscal aún más que lo previsto en el Presupuesto 2021, lo cual está en la base de la negativa a cualquier medida de restricción ante el descalabro sanitario generado por la segunda ola de Covid-19, para ahorrarse hasta una nueva ronda del IFE mientras crece la indigencia.
Eso remite a otra paradoja, lapidaria para Alberto Fernández, porque funcionarios del Fondo retrucaron que los Derechos Especiales de Giro (de los cuales a Argentina le tocan unos 4.500 millones de dólares) no deben usarse para cancelar pagos al propio organismo ni postergar renegociaciones, sino para comprar vacunas y gastos sanitarios.
El cuadro descrito muestra que lo curioso es que la pax cambiaria haya logrado sobrevivir tanto tiempo amén de su precariedad. Que todo esto se de en medio de las altas cotizaciones de las commodities refuta a quienes asignan a una “restricción externa” los males de la economía nacional, y revela que la raíz es la incesante fuga de capitales. Es un régimen de saqueo que tiene en la deuda externa no solo una de las vías principales por las que se escurren las divisas, sino el propio centro de todo un entramado que subordina al país, su industria y sus recursos a los dictados del imperialismo y el capital financiero internacional. El rescate de la deuda externa, que según el gobierno iba a revertir al inestabilidad económica, se revela como la base de toda la deriva que nos conduce al abismo económico, social y sanitario.
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