Ambiente

10/8/2021

Crisis climática

Calentamiento global: del fiasco del G20 al informe catastrófico de la ONU

Un panel de científicos alerta sobre los desastres "sin precedentes" que se avecinan. ¿Por qué fracasan las cumbres internacionales que buscan evitarlo?

El informe del Panel Intergubernamental del Cambio Climático, patrocinado por la ONU, que advierte sobre los desastres “sin precedentes” que amenazan a la Tierra producto de la aceleración del calentamiento global, captó la atención del mundo entero por la gravedad de sus estimaciones.

Tras afirmar que la actual concentración de carbono en la atmósfera no tiene registros en tres millones de años, que ya estamos en una temperatura que supera en 1,1ºC a la era preindustrial y que el umbral del 1,5ºC será cruzado en 2039, mucho antes que el previsto hasta ahora, sentencia que ya estamos viviendo las consecuencias catastróficas de la crisis climática. Sequías e inundaciones, olas de calor y de frío, mayor probabilidad de ciclones, y otros desastres naturales son solo las primeras manifestaciones.

Los especialistas aseguran que algunas consecuencias ya son “irreversibles”, como es el caso del deshielo de los polos, que hará que el nivel de los océanos aumente hasta el 2100 al doble de la velocidad que evidenció el siglo pasado, y que este fenómeno durará por “siglos y hasta milenios”. Esto amenaza las grandes ciudades costeras, donde vive buena parte de la población mundial. Señalan además que estarían muy próximos los “puntos de no retorno” por ejemplo en el deshielo del casquete glaciar de la Antártida o la deforestación de la selva amazónica.

Según estiman, los compromisos fijados en el Acuerdo de París de 2015, pautados con el fin de revertir la tendencia al calentamiento global, conducirían para fin del XXI a un aumento de 3ºC si se cumplieran (muy por encima de los 2ºC establecidos como máximo para evitar desequilibrios catastróficos), pero que como ni siquiera se aplica el ritmo actual lleva a un incremento de entre 4ºC y 5ºC. Así las cosas, la ONU llama -una vez más- a todos los países a redoblar sus objetivos climáticos, y a abordar una reducción “drástica” de las emisiones de gases de efecto invernadero. Todas las miradas se dirigen ahora a la COP26 que se celebrará en Glasgow, es decir hacia la nueva conferencia anual oficial de la ONU sobre este asunto.

Sin embargo, no es muy prometedor que mientras los gobiernos de las principales potencias aseguran que se viene un vuelco decisivo en la materia haya fracasado alevosamente la reunión de ministros de ambiente del G20, realizada en Nápoles a fines de julio. Allí no se logró fijar ningún acuerdo vinculante, cuando se suponía que esta era la instancia clave en la preparación de la COP26. Esto, claro, cuando en los seis años que transcurrieron desde el Acuerdo de París las emisiones de gases de efecto invernadero y la depredación ambiental no han dejado de crecer. De hecho, el repunte productivo tras el parate de la pandemia incluye un salto en la producción de gas natural y carbón.

El informe difundido por la ONU, más allá de captar la atención del planeta entero, no será en sí mismo un punto de inflexión en términos políticos. Los fracasos de tres décadas de cumbres internacionales sobre el cambio climático no se debieron a una falla en la gravedad de los pronósticos. En el caso del cónclave del G20, además de los manifestantes que se concentraron en la ciudad del sur de Italia para denunciar la ausencia de avances reales, sesionó cercado por noticias que llegaban desde todas las latitudes: dramáticas inundaciones en Alemania, voraces incendios en California, en medio de una ola de calor que llega hasta el sureste de Europa e incluso Japón, con derretimiento de los hielos permanentes (permafrost) en Siberia, graves sequías tanto en Medio Oriente y el norte de África como en nuestras latitudes, evidenciada en la bajante histórica del Río Paraná y la peor seca en un siglo en el sur de Brasil.

La limitación a las emisiones de carbono, principalmente derivadas de la utilización de combustibles fósiles, se topa con serios inconvenientes. El delegado climático de Biden, John Kerry, acusó que se fraguó toda posibilidad de acuerdos vinculantes para reducir los subsidios por la oposición de Arabia Saudita, China, India y Rusia, apuntando contra aquellos Estados que viven de su renta petrolera (Rusia y Arabia Saudita) o que recurren al carbón como fuente barata para reducir las importaciones de petróleo, ya que cuentan con extensos parques industriales y de ramas de alto consumo energético como el acero (China, India). Pero Estados Unidos logró su tan preciada independencia energética a base de los fondos públicos que aceitaron la revolución de las explotaciones no convencionales. Más aún, sumados los países del G20 desembolsaron más de 3,3 billones de dólares en subsidios para combustibles fósiles desde que se selló el Acuerdo de París en 2015, según recaba Michael Roberts en su blog The Next Recesion.

La cuestión de los subsidios, tanto a las petroleras como al consumo de energía, toca un nervio muy sensible. Estos funcionan como subvenciones indirectas al grueso de la producción capitalista, por el abaratamiento de los costos (electricidad, combustibles, transporte) y de los salarios (por la incidencia de las tarifas en el costo de vida), por lo cual afecta de lleno la “competitividad” de cada país en el mercado mundial. Se cuela entonces entre las tensiones que enfrentan a las principales potencias en la guerra comercial. El asunto es, pues, quién paga la factura de una reconversión productiva.

Las fricciones obvias que esto plantea se ven nítidamente en el intento de la Unión Europea de fijar aranceles al carbono, es decir gravar a los productos de importación según las emisiones que haya insumido su producción. Ello pretende ser el remedio a la migración de empresas que abandonan el viejo continente para producir en zonas con menores regulaciones, para luego vender al mercado europeo. Pero la determinación de estos gravámenes promete agudizar el dislocamiento del mercado mundial, sumando barreras proteccionistas que para colmo deben estimarse sobre el proceso de producción en otros países, contando impuestos y subsidios, es decir sin información real en la mayoría de los casos. Esto abriría choques severos con los principales proveedores de la UE, como Rusia que la abastece de gas o las exportaciones de acero de China, lo cual a su vez encarecería los costos internos de producción porque se trata de insumos estratégicos.

Es clarificador que el gobierno de Estados Unidos haya comunicado que también planea instaurar dichos aranceles, ya que en este caso se fijarían barreras proteccionistas cuando no existe gravamen alguno al carbono en su interior: una versión verde del “american first” de Trump. Lo más importante es que los impuestos fronterizos vendrían a salvar el fracaso rotundo en la implementación de un mercado de carbono o de un precio internacional del carbono, contemplado en el Acuerdo de París, cuya función era determinar cuotas (intercambiables) de emisiones para cada país y empresa. Que se haya pasado de acuerdos de precios a conflictivos aranceles externos es una lección contundente sobre la naturaleza del capitalismo, que solo unifica al mundo sobre la base de la competencia entre economías nacionales rivales -y sus respectivas multinacionales.

En efecto, el eje de la cumbre del G20 en general, que tuvo como evento central el cónclave de ministros de Economía en Venecia, fue la instauración de un impuesto mínimo a las multinacionales para que deban tributar en los países dónde operan, presentada como la cruzada de Biden contra los paraísos fiscales. En el fondo, es una reacción a la instauración de gravámenes a los gigantes tecnológicos como Google, Facebook o Amazon en los países dónde generan sus beneficios -dirección en la que habían avanzado Francia y España. Tanto es así que la secretaria del Tesoro norteamericano, Yanet Yellen, puso como condición el “desmantelamiento de las tasas digitales existentes que Estados Unidos considera discriminatorias”.

Un aspecto no menor es cómo impactan las medidas que sí se adopten sobre la población trabajadora, que por supuesto consume energía y combustibles para vivir, en asuntos tan esenciales como cocinar, transportarse o calefaccionarse. El País de España recoge de hecho los reparos que despiertan las propuestas que se barajan en el parlamento europeo: Ludovic Voet, secretario de la confederación europea de sindicatos, declaró que “la extensión del mercado de emisiones al transporte y a los edificios va a alimentar una sacudida social en toda Europa similar a los chalecos amarillos, y todo ello para no conseguir apenas una mayor eficiencia medioambiental” (27/7). La cuestión ya tuvo expresiones en los levantamientos populares que en los últimos años se vieron en Ecuador o Irak, por ejemplo, ante la suba de los combustibles. Esta advertencia es sintomática del problema central de toda reconversión productiva: qué clase social paga los platos rotos.

Si nos explayamos en todo esto es para mostrar que la ONU y las cumbres dominadas por los Biden, Macron y Merkel son una vía muerta para la transformación social que se requiere para atenuar los desequilibrios ambientales y mitigar el cambio climático. Alberto Fernández, que asiste a los cónclaves internacionales a hacer gala de un discurso verde, es una expresión privilegiada de la impostura que representa comprometerse a un desarrollo sustentable… en las cumbres organizadas por el imperialismo: su ministro de Ambiente no encontró mejor oportunidad para justificar la contaminación como única vía para el pago de la deuda al FMI (que se cumple religiosamente, en un país donde rige un súpercepo cambiario).

El desafío titánico que se presenta a la humanidad no puede ser afrontado con una reconversión capitalista. La guerra comercial, además de impedir cualquier acuerdo real a nivel internacional, es una manifestación de la crisis de la economía capitalista a nivel mundial. El hecho de que las colosales inyecciones de subsidios y tasas del 0% por parte de los gobiernos y los principales bancos centrales, en el intento por salir de la tendencia a la depresión, no encuentren otro destino rentable que el festival especulativo de Wall Street, es una clara refutación de los planes de resolver la cuestión con bonos verdes y facilidades financieras a la producción sustentable. La ganancia del capital es un horizonte muy estrecho como para encausar la transformación que se necesita.

El camino es entonces la lucha contra el capital, el imperialismo y los gobiernos que pagan la deuda externa a costa de entregar los resortes productivos y las riquezas del país a las multinacionales mineras, petroleras y de los agronegocios. Solo los trabajadores podemos evitar los desastres “sin precedentes” del calentamiento global, reorganizando la producción sobre bases socialistas, para armonizarla con las necesidades sociales y el equilibrio ambiental.